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El negacionismo comenzó con el 'Prestige'
En Galicia, en 2002, no hubo ninguna “marea negra”.
La del Prestige fue la mayor catástrofe de contaminación marítima de la historia de España y de Europa, y la más dañina, con el Exxon Valdez (Alaska), en los mares del planeta.
Pero, según la versión oficial, no hubo “marea negra”.
El buque monocasco, con bandera de Bahamas, salido de San Petersburgo el 30 de octubre, transportaba 77.033 toneladas de fuel Mazut M100, alias Chapapote, de la peor escoria de los combustibles fósiles. Gran parte de esa carga iba a emponzoñar, en sucesivos embates, el litoral de Galicia, playas, islas y acantilados del antiguo Fin del Mundo convertido en un yacimiento catastrófico.
Pero en Galicia, según el Gobierno central y la Xunta, no hubo “marea negra”.
El fuel Mazut 110, aka Bunker oil C, alias Chapapote, llegó a afectar, con diferente intensidad, a 2.780 kilómetros de costa. Con restos en dispersión durante al menos un año, la avanzadilla del vertido alcanzó Bretaña y puntos costeros del Atlántico Norte.
Pero, según los medios informativos públicos o afines al poder, no hubo “marea negra”.
Los funcionarios de la administración marítima, los competentes en salvamento y gestión portuaria, e incluso oceanógrafos e investigadores del medio marino en entidades oficiales, recibieron por escrito la orden de silencio.
No había “marea negra”.
El piloto del Pesca II, uno de los helicópteros del rescate, reportó desde el primer momento, desde el incidente inicial, con mucha precisión, una información que empezaría a mover los marcos de la realidad. En la transcripción de las cintas grabadas por la Torre de Control del Centro Marítimo de Finisterre, figura esta comunicación a las 19.41 horas del día 13 de noviembre: “Pesca II, procede a base. Nos pasa coordenadas de la contaminación (…) teniendo aproximadamente una longitud de 5,7 millas y un ancho de unos 300 metros”. El mayday, después de un primer SOS a las 15.15, se escucha a las 15.17. Lo que había en el mar, tres horas después, ya era algo más que una mancha. Pero esa noche, en el primer comunicado emitido desde la Delegación del Gobierno sobre el siniestro del petrolero, la palabra elegida fue esa. Se habla de una pequeña “mancha”, en una mención de pasada, imprecisa y minimalista. Fue el prefacio de la versión que tratarían de imponer los portavoces gubernamentales. No importaba que el chapapote, después de moverse, sigiloso, entre aguas, asomase ya hasta la puerta de las casas la Costa da Morte.
Pero la contaminación también entró en los despachos oficiales en esa forma de alternative facts (hechos alternativos, es decir, falsedades) que años después popularizó la estratega de Trump, Kellyane Conway. El Prestige anticipó muchas cosas. También el negacionismo ante la emergencia medioambiental. Y un estilo político hoy bastante galopante, el hipernarcisimo bravucón, que el sociólogo Richard Sennett define como “carisma incívico”. En el imperio de la mayoría absoluta de Aznar, la autocrítica sería un signo de fracaso. ¿Quién era la realidad para venir a desautorizarle? La jactancia se repetiría ante la guerra de Irak y los atentados del 11-M.
Supongo que a estas alturas ya les considero enterados de que en Galicia, en el 2002, no hubo una “marea negra”. Muxía, el llamado Kilómetro Cero, pasó de capital del infierno a ser una 'aldea Potemkin', uno de esos pueblos con fachadas coloristas, de cartón piedra, que le montaban a la emperatriz Catalina de Rusia, con gente vestida de traje regional danzando feliz.
José Luis López-Sors, director general de la Marina Mercante: “No se puede hablar de marea negra; son manchas negras y dispersas”. O Mariano Rajoy: “Afecta a una parte importante de A Coruña, pero no es una marea negra”. Jaime Pita, portavoz de la Xunta, declaró en el Parlamento que la única “marea negra” era la oposición. Y Federico Trillo, ministro de Defensa, descartada como “solución” bombardear el buque por el Ejército del Aire, se sumó al armamento de distracción masiva, lanzando desde un helicóptero una fake news edénica que tuvo mucho repique de campanas navideñas: “Las playas están limpias y esplendorosas, la visión es magnífica”.
No hubo, no podía haber, “marea negra”. Negado este principio de realidad, lo que se emite es desinformación y una escalada de declaraciones de los portavoces gubernamentales que hoy se prestan a una antología que bien podría llevar la firma del Movimiento Pánico, de Roland Topor, y su estilo de “humor tumefacto”. Hay algunas que ya son patrimonio nacional, como el haiku de Mariano Rajoy cuando declaró que del buque hundido solo salían “unos pequeños hilitos como de plastilina”. Pero entre mis preferidas, hay una de Arsenio Fernández de Mesa, delegado del Gobierno en Galicia, que merece sobrevivir con el rango de aforismo: “Hay una cifra que está clara y es que la cantidad que se ha vertido no se sabe”.
Un analista político brasileño, Marcos Nobre, acuñó el la denominación de “política de Atordoamento” (Aturdimiento) para definir lo que caracterizó la pasada campaña electoral. Un incesante bombardeo de fake news, videos montados y otros medios de propaganda basados en el engaño cuyo objetivo en principio sería convencer a los indecisos. Al final, más que indecisa, había mucha gente aturdida. En estado de estupor. Esa estrategia ya se ensayó en España con motivo de la catástrofe del Prestige. Fue laboratorio anticipatorio de muchas cosas. También de la política de Aturdimiento, una vez que en la población había cundido la desconfianza. Se negaba la mayor: lo que los propios ojos veían. Como en un verso de Manuel Antonio, el poeta gallego navegante, mirabas al mar y el horizonte estaba “enfermo”. Gravemente enfermo. Pero, además, se afirmaba, sin margen a la duda, que la decisión de alejar el buque era la única viable. “Lo volveríamos a hacer”, repetían los responsables una y otra vez.
Esta decisión tenía el carácter de “consigna”.
Uno de los enigmas sobre lo que ocurrió en instancias políticas en torno al Prestige es esta “consigna”. A las dos horas del SOS y mayday, a las cinco de la tarde del 13 de noviembre, con el buque a solo 28 millas de Fisterra, y cuando aún se va a proceder al rescate de los tripulantes, el director general de la Marina Mercante, José Luis López-Sors utiliza ya esa palabra. Se lo dice así a Pedro Sánchez, jefe de Coordinación Nacional de Salvamento, cuando este consigue conectar con él: “La consigna es alejar el buque hasta que se hunda”. El tono de la frase en la grabación es apodíctico. No hay nada de conversar ni discutir. ¿Quién decidió esa “consigna”, cuándo, por qué? ¿Es creíble que algo así lo decidiese López-Sors por su cuenta, sin consultar con el ministro de Fomento o con el presidente?
Lo que quedó fue un reguero de declaraciones erráticas, sin sentido, como si estuviesen inspiradas en el rumbo del buque hacia ninguna parte.
Hay episodios de desgobierno histórico que parecen urdidos por aquel personaje de Si esto es un hombre , un tal Alex alias Kapo, a quien Primo Levi atribuía la condición de “sólido y compacto en su ignorancia y estupidez”. Después del hundimiento del buque, el 19 de noviembre, los portavoces gubernamentales dan por finalizado el problema, con la previsión de que el fuel que todavía contiene el buque acabará por “solidificarse”, como adoquines en el fondo oceánico. Al tiempo, una imagen tomada por el satélite Envisat, de la Agencia Europea del Espacio, muestra el avance hacia la costa gallega de un frente de chapapote de 170 kilómetros de largo. Cuando la imagen aparece en las pantallas, con un gabinete de crisis en estado catatónico, hay una alerta popular y la gente del mar se dispone a hacer frente con todos los medios posibles a la embestida.
Casi todo, en lo que competía al Estado, con el combustible fósil de las fake news y del Aturdimiento, parecía enmarcado en las coordenadas absurdas de ese viaje hacia ninguna parte. Lo mismo ocurrió con el errático proceso judicial. Se contagió de ese lenguaje. ¿Cómo explicar la asombrosa frase con la que el presidente del tribunal del macrojuicio de 2013 abría la sentencia? Dijo el magistrado Pía: “No debe ser verdad que hasta las cosas ciertas deban probarse”. Y así, en ese viaje hacia ninguna parte, se desaprovechó la oportunidad de avanzar en la jurisprudencia universal para proteger el medio ambiente.
Con anterioridad en uno de los pocos intentos por salvar la realidad, en el primer auto de la Audiencia de A Coruña, en octubre de 2009, que había imputado al alto cargo de Fomento López-Sors, se hablaba de “rumbo suicida”. Está claro que se pretendió hacer desaparecer el problema por una especie de nepotismo mágico. Y así lo revelan conversaciones como esta, el día 14, cuando ya se ha resuelto la “subasta” en el mar y el barco está en manos de Smit Salvage.
Subdelegado del Gobierno (A Coruña): “¿El barco va muy lejos?”
Fomento: “Huy, ya está, madre de Dios, estará a treinta y tantas millas”.
Subdelegado del Gobierno: “¿Treinta y tantas?”.
Fomento: “No, como siga así, este llega a Groenlandia”.
Subdelegado del Gobierno: “Bueno, pues que llegue allá”.
Fomento: “Sí, joder”.
Subdelegado del Gobierno: “Vale, muy bien”.
El otro enigma es qué pasó en el mar en las horas decisivas para el remolque del buque. Remolcanosa, la compañía del remolcador Ría de Vigo, situado muy cerca del siniestro, en Corcubión, tenía un contrato con el Estado para actuar como servicio público. A la hora de la verdad, entra en la pugna por el botín la multinacional Smit Salvage, con sede en Róterdam. En la negociación con la firma armadora, Universe Maritime, de los griegos Coulouthros, Smit comunica que tiene como socio a Remolcanosa, propiedad del poderoso empresario Silveira, por cierto muy bien conectado con el poder político conservador. Materia para un relato de “serie negra” naval.
¿Por qué despierta tanto interés lo ocurrido con el Prestige, veinte años después? Porque fue un gran aviso. Estamos en una situación de emergencia ecológica planetaria. La inseguridad, la sociedad de riesgo, el yacimiento catastrófico, no era patrimonio del “tercer mundo”. Galicia estaba en primera línea de riesgo. En la actualidad, por el llamado “corredor atlántico”, pasan cada año 36.500 buques, de los que unos 12.800 transportan mercancías peligrosas, es decir, 35 cada día.
El del Prestige es ese tipo de acontecimiento histórico que puede ser conjugado como un “presente recordado”. Hablando de recuerdos, poco antes de aquel siniestro que derivó en ecocidio, hubo un debate entre Umberto Eco y Antonio Tabucchi sobre el compromiso de la gente de la cultura en caso de catástrofe social. Eco decía que, en caso de incendio, lo que tienen que hacer los intelectuales, como el resto, es llamar a los bomberos. A lo que Tabucchi respondió: “¿Y si no vienen los bomberos?”. Además, decía el autor de Sostiene Pereira, “yo quiero saber las causas del incendio”.
En Galicia, aquel invierno de 2002, tardaron mucho en llegar los “bomberos”. Y cuando llegaron, los jefes, los gobernantes, negaban que hubiera un gran incendio. En todo caso, conatos de fuego. Las manchas dispersas.
Es en este contexto donde se produce una revolución. Lo que podríamos llamar la Revolución del Mar. En Galicia hay un calendario de catástrofes marítimas graves. En cada DNI podría figurar como marca generacional el nombre de un naufragio.
No es verdad que con anterioridad no hubiera protestas en defensa del mar. Las manifestaciones impidieron, en 1976, que se construyese una central nuclear en Xove (Viveiro), cuando ya se había publicado la aprobación en el BOE. Una gran movilización social, en 1981, y a partir de la expedición de un pesquero de madera, el Xurelo, al cementerio de residuos radioactivos en la Fosa Atlántica, acabó por conseguir en 1985 la prohibición por parte de Organización Marítima Internacional de los cementerios nucleares en el mar. En 1992, con la catástrofe del Mar Egeo, al pie de la Torre de Hércules, las mariscadoras coruñesas gritaron por primera vez: “Nunca Máis!”.
En el 2002 las mentiras se llamaban mentiras. En 2022, hablamos de negacionismo y fake news. A Galicia, en medio de la tempestad, llegó un buque monocasco y herrumbroso, cargado de miles de toneladas de la escoria de los combustibles fósiles, fletado con destino oculto (parada en Gibraltar), al mando de un capitán con problemas cardíacos (el Sintrom a mano) y con una tripulación mal pagada y subalimentada. Podemos ver el Prestige, incluido el sarcasmo de su nombre, como una metáfora del capitalismo impaciente, sucio, sin escrúpulos.
Los primeros días, se aplicó la política del Atordoamento. La gente reaccionó con estupor. Pero esta vez no acabaría metida en su concha. Ante la desinformación y el desgobierno se produjo una revolución de las conciencias. En los discursos políticos se invocaba mucho entonces a la sociedad civil. La teoría, sobre todo por parte de la derecha neoliberal, era: menos Estado, más sociedad civil. Pero cuando surgió la sociedad civil en activo, y eso fue Nunca Máis, los notorios ideólogos de la sociedad civil la declararon improcedente. Quienes se consideran propietarios de la Constitución, ignoraron que en ella se dice que ante una catástrofe es “imprescindible la solidaridad colectiva”. Entre comunidad y caos, la gente eligió la comunidad. Fue una revolución positiva, ecológica, en la que energía mareomotriz fue el civismo. Se limpió el miedo y se limpiaron las playas, las islas, los acantilados. Fue hecho social total. Con una excitación cultural creativa, en la que las armas eran los paraguas, las maletas, las cruces, las caracolas y manifiestos sentipensantes. Esa revolución tuvo su Internacional ecológica, con miles de voluntarios de todo el mundo.
Si hoy hablamos del Prestige, veinte años después, es por una catástrofe agravada por el negacionismo. Pero, sobre todo, por la memoria fértil de una revolución cívica que resistió el bombardeo de mentiras, la intoxicación de las palabras y la política fósil del Aturdimiento.
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