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ANÁLISIS

Israel va a por todas en Gaza, ¿o no?

Dos soldados israelíes durante los preparativos de la incursión terrestre en Gaza.
28 de octubre de 2023 22:27 h

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Si se atiende a las declaraciones de responsables políticos y militares israelíes parecería que Tel Aviv está dispuesto a emplear todos los medios a su alcance para exterminar por completo a Hamás, a la Yihad Islámica y al resto de grupos armados que se mueven dentro de la Franja de Gaza. A esa idea parece responder la actual campaña de bombardeos masivos y las incursiones efectuadas por el Tsahal (las Fuerzas de Defensa de Israel), a la espera de que se desencadene una entrada masiva de tropas de línea a través de varios ejes de ataque que amenaza con causar una destrucción nunca vista en un territorio de apenas 365km2 en el que malviven 2,2 millones de personas (“animales inhumanos” según el discurso de esos mismos responsables).

Eso es lo que el trio Netanyahu-Ben Gvir-Smotrich (con el añadido ahora de Beny Gantz en el marco de un belicista gobierno de emergencia) manifiesta en público, haciendo creer que están convencidos de ello y que tal objetivo está a su alcance. La realidad es bien distinta.

Por una parte, cabe recordar que la existencia de Hamás, desde su arranque a finales de 1987, debe mucho a los propios cálculos de Tel Aviv. Son innumerables las pruebas de que ya desde aquel momento el gobierno de Isaac Shamir (y los que le han seguido hasta hoy) estaba jugando con fuego al permitir sus actividades con la simple idea de fragmentar a la resistencia palestina, capitalizada hasta entonces por Al Fatah, como pilar fundamental de la OLP. Eso significa que Hamás resulta instrumental para la estrategia interna y externa de Tel Aviv. En el primer caso, como un recurso clásico para buscar vías de escape ante la sucesión de crisis internas de las que el primer ministro de turno (Netanyahu lleva más de catorce años en el cargo) trata de escapar con el espantajo de una amenaza externa que nunca ha sido existencial, pero que le sirve para cohesionar a su población ante la existencia de un enemigo común. En el segundo, la fragmentación interna entre Hamas y la Autoridad Palestina le vale para debilitar la causa palestina y para presentarse ante el mundo como obligado a responder por la fuerza ante cualquier acto de resistencia armada, sin necesidad de cuestionarse su actuación como potencia ocupante desde 1967.

Por otra parte, Netanyahu sabe que la destrucción completa de Hamás está fuera de su alcance, en la medida en que el coste de intentar eliminarlo resultaría insostenible para cualquier gobernante israelí. Hamás no es sólo un relevante actor político, social y armado enclaustrado en Gaza; es una idea que ha germinado y se ha extendido durante décadas como resultado de la brutalidad de una ocupación plagada de constantes violaciones de los derechos más elementales de cualquier ser humano. Y las ideas no se pueden eliminar por la vía de las armas. Para Netanyahu insistir por esa vía significaría asumir la muerte de los rehenes capturados por Hamás y la de muchos de sus propios soldados, enfrentarse a más críticas de una población que lo ha señalado como responsable del golpe recibido y poner en mayor peligro su propia permanencia en el poder (con la cárcel como alternativa por sus problemas con la justicia).

En todo caso, ante el severo golpe recibido y en un intento desesperado por salvar su propia piel, Netanyahu parece decidido a ir más allá que nunca. Sabe que no le basta con hacer lo mismo que en las cuatro operaciones de castigo que Israel ha llevado a cabo en lo que llevamos de siglo (sin olvidar que la violencia en Gaza y en Cisjordania es una realidad diaria). El planteamiento básico en todas ellas ha sido, en palabras de los altos mandos militares, “cortar el césped”; es decir, bombardear la Franja y realizar alguna incursión selectiva para degradar parcialmente la capacidad operativa de Hamas y eliminar a alguno de sus dirigentes, sabiendo que poco tiempo después se repetirá la misma situación y que, por tanto, habrá otra operación similar.

Ahora, salvo que la carga supremacista del actual gobierno israelí termine por imponerse a la mínima racionalidad, lo previsible es que la ofensiva israelí no se limite a lo que ya hemos visto estas tres últimas semanas, sino que haya también una entrada masiva en fuerza, al menos con dos ejes de ataque (uno desde el norte y otro por el centro) que busquen compartimentar la Franja, intentando evitar que sus defensores puedan transferir efectivos de una parte a otra y aprovechando su abrumadora superioridad convencional para cegar a sus enemigos. Para evitar verse empantanados en un combate calle por calle, el Tsahal procurará golpear muy duramente mediante acciones muy rápidas, bajo la cobertura de unas barreras de artillería y fuego aéreo y de drones que, ante la premura por no verse encapsulados de inmediato, no van a detenerse ante el peligro de matar a más población civil indefensa (en la mitad norte de la Franja sigue habiendo centenares de miles de personas).

Ir más allá de eso, contando con que Washington se encargará de darle la cobertura diplomática necesaria para que pueda prolongar los ataques durante las semanas que Tel Aviv estime convenientes, supondría mantener indefinidamente tropas desplegadas en el interior de Gaza, exponiéndolas a un desgaste difícilmente soportable para la opinión pública israelí. En paralelo, supondría arriesgarse abiertamente a una escalada del conflicto a nivel regional, empezando por Hezbolá y con Irán al fondo, lo que obligaría al ejército israelí a tener que diversificar sus fuerzas en varios frentes. Y nada de eso le interesa a un Netanyahu mucho más preocupado de su suerte que de defender los intereses de su pueblo.

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