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El apoyo de George Bush a su hermano nos recuerda su catastrófico legado

Como fan del género zombie, quizá debería celebrar la resurrección de George W. Bush. El expresidente llevaba mucho tiempo en la discreción y la ausencia, desde que acabó su catastrófico mandato hace más de siete años. Tal vez esperaba que, si nos olvidábamos de él durante un tiempo, todos dejaríamos de recordar sus fechorías y la historia acabaría viendo su presidencia con mejores ojos. Pero al salir a la palestra para tratar de relanzar la débil campaña presidencial de Jeb Bush, no hay duda de que este es víctima de la polarización política que su hermano mayor contribuyó a desencadenar.

No es tan fácil como decir que vivimos en el mundo que George Bush construyó. La política exterior que con demasiada frecuencia nos metió en guerras desastrosas y apoyó a dictaduras y a grupos terroristas empezó antes de su mandato. Lo mismo ocurre con el estancamiento del nivel de vida de millones de estadounidenses. La potencia del país, tras su empuje temporal en la era post-soviética, ya estaba en relativo declive. Y frente a la demagogia a gritos de Donald Trump, casi es comprensible una cierta nostalgia del rechazo de Bush al fanatismo islamófobo.

Sin embargo, si algún día la historia hace una de esas revisiones en las que se pregunta “Bueno, ¿de verdad era tan malo?”, la respuesta tiene que ser: “Sí, lo era”.

Un motivo por el que Barack Obama no siempre ha sido tan vigilado como merece –habría alaridos de furia justificables si el espectáculo de terror que supone la guerra de Libia hubiera tenido lugar con Bush en la Casa Blanca– es el gran alivio que produjo la salida del republicano. De los monos naranjas de la bahía de Guantánamo a las ejecuciones de la crisis de las hipotecas subprime, de los montones de prisioneros rodeados por soldados con sonrisas enfermizas en Abu Ghraib al fósforo blanco lanzado sobre Faluya, el mundo sigue acosado por los demonios de Bush.

El expresidente proclamó una “guerra contra el terrorismo” en 2001 con la misión de erradicarlo. Más de 14 años después, los grupos terroristas, fundamentalistas y extremistas son más poderosos de lo que han sido nunca. El daño incalculable que ha sufrido la reputación de Estados Unidos por sus políticas –Guantánamo, que aún no está cerrado; el uso de la tortura; la invasión ilegal de Irak...– no se ha disipado. Dejó en herencia a su sucesor la situación económica más desastrosa desde los años 30, cuyas consecuencias seguimos sufriendo.

Teniendo en cuenta que la potencia estadounidense está gravemente debilitada y que el nivel de vida de los ciudadanos del país sigue cayendo, no hay duda de que hay bastante hambre de soluciones radicales: por un lado, la visión optimista de un país socialmente justo que ofrece Bernie Sanders; por otro, las políticas del miedo miserables, xenófobas e islamófobas que propaga Donald Trump. Pero el éxito de ambas vertientes se debe en gran medida al legado de Bush y permite al candidato republicano Trump atacar al expresidente por ese abandono.

En algunos rincones del Estados Unidos más republicano se recuerda a Bush con afecto, pero a pocas presidencias se puede atribuir una herencia tan desastrosa. Vivimos con la miseria que él provocó. La lealtad puede obligarle a apoyar a su hermano, pero si este es el principio de un intento de rehabilitar su pernicioso mandato, hay que evitarlo y se evitará.

Traducido por: Jaime Sevilla