La portada de mañana
Acceder
Hacienda advierte de que tumbar la tributación del SMI pone en riesgo otras subidas
Mazón deja sin apenas presupuesto al vicepresidente fichado para la reconstrucción
Tribuna - Hay que dinamitar el Valle de los Caídos. Por Joaquín Urías

Análisis

La libertad de expresión en la era Trump: amenazar a las universidades y erradicar toda discrepancia

0

Quienes teman que Donald Trump sea un déspota en ciernes no deben preocuparse: él mismo tiene la respuesta. “He puesto fin a toda la censura gubernamental y he recuperado la libertad de expresión en Estados Unidos”, dijo triunfalmente en su discurso sobre el Estado de la Unión. 

“¡Ha vuelto!”, dijo en la Conferencia de Seguridad de Múnich de febrero el vicepresidente JD Vance, refiriéndose a la libertad de expresión en su país. El mismo discurso con el que regañó a Europa. “La libertad de expresión está en retirada” en todo el continente, afirmó. 

Como todos los autoritarismos, el trumpismo le da la vuelta a la realidad y vacía las palabras de significado con el objetivo de sembrar la confusión y el desconcierto entre sus críticos. 

El mismo día en que Trump anunciaba en el Congreso un renacimiento de la libertad de expresión, publicaba en su red social que el Gobierno federal dejaría de financiar a las instituciones educativas que permitieran “protestas ilegales”. Es llamativo que no se definiera lo que se consideraba ilegal, pero claramente Trump se estaba refiriendo al tema de Palestina. “Los agitadores serán encarcelados y/o enviados de vuelta al país del que vinieron para siempre”, escribió. “Los estudiantes estadounidenses serán expulsados de manera permanente [de la institución educativa] o, dependiendo del delito, arrestados”.

El primer objetivo de Trump es la Universidad de Columbia, a la que le ha recortado 400 millones de dólares en fondos federales por lo que el Gobierno considera una “inacción continuada frente al acoso persistente contra estudiantes judíos”. 

El presidente tiene al menos otras nueve universidades en el punto de mira, incluidas la de Harvard y California. En todas ellas organizaron acampadas casi unánimemente pacíficas en protesta por el ataque genocida de Israel contra el pueblo palestino. No solo se oponían a que el gobierno de EEUU facilitara las atrocidades con armas, ayuda y apoyo diplomático, sino que exigían a las universidades retirar sus inversiones de empresas vinculadas a Israel.

De la misma manera que el trumpismo no defiende la libertad de expresión, tampoco es la vanguardia del movimiento antirracismo. De hecho, es todo lo contrario. La amenaza del antisemitismo, que existe y es absolutamente real, ha sido confundida de manera sistemática con cualquier crítica a los crímenes cometidos por el Estado de Israel. Es lo que se conoce como “odio antisraelí”, como lo llama Elise Stefanik, elegida por Trump para representar a EEUU como embajadora ante la ONU y un icono de la derecha por su enfrentamiento con los rectores de las universidades por el tema de Israel.

 El aliado con más poder del presidente es Elon Musk, un hombre que en 2023 expresó su sintonía con un tuit donde se decía que las comunidades judías eran responsables “del odio contra los blancos” y que en un reciente mitin de Trump hizo saludos nazis

El propio Trump ha dicho que los judíos estadounidenses que apoyan al Partido Demócrata (la gran mayoría) “odian su religión”, “odian todo lo relacionado con Israel” y “deberían avergonzarse de sí mismos”. En tono amenazador añadió que si perdía las elecciones presidenciales, “mucha” de la culpa sería de ellos. Por otro lado, en esas protestas universitarias hubo mucha presencia judía. Cientos de estudiantes judíos firmaron una carta en la que rechazaban “la forma en que estos campamentos han sido tachados de antisemitas”. 

De hecho, la Universidad de Columbia cargó contra sus propios estudiantes prohibiendo la acampada Jewish Voice for Peace (Voz Judía por la Paz) antes de que comenzara; pidiendo unas redadas policiales en las que más de 100 estudiantes fueron detenidos, sancionados y expulsados; y atacando a académicos simpatizantes, como la profesora Katherine Franke, denunciada públicamente por Stefanik y obligada a jubilarse. No se trata de proteger a los estudiantes judíos, dijo Franke, sino a los “defensores radicales de Israel” que mienten sobre las protestas en el campus. 

“Esta universidad se ha arrodillado ante los matones y los ha mimado”, criticó Franke sobre los límites a la libertad de expresión que la Universidad de Columbia impuso a los estudiantes. A pesar de todo ello, a Columbia también le han recortado la financiación. 

La cosa se pone todavía más fea: el Departamento de Seguridad Nacional detuvo a uno de los principales negociadores del campamento de Columbia: el palestino Mahmoud Khalil, con permiso de residencia y casado con una ciudadana estadounidense embarazada de ocho meses. Sin que su esposa lo supiera, lo mandaron a un tristemente célebre centro de detención de Luisiana a más de 1.600 kilómetros. El Departamento alegó que “dirigía actividades alineadas con Hamás” en un intento evidente de confundir la solidaridad con Palestina con la milicia que cometió los crímenes de guerra del 7 de octubre. 

Más que recuperar la libertad de expresión, lo que está haciendo la Administración Trump es incinerar la primera enmienda de la Constitución [que garantiza la libertad de expresión en EEUU]. La libertad de expresión simplemente no existe en lo que se refiere a Palestina. 

Sin duda, hay un hombre que debe de estar particularmente indignado con toda esta atrocidad. Estoy hablando del vicepresidente, JD Vance, que la semana pasada proclamó de manera grandilocuente: “Tenemos que hacernos la pregunta como líderes: '¿Estamos dispuestos a defender a la gente aunque no estemos de acuerdo con lo que dicen?'. El que no esté dispuesto a hacerlo, no creo que sirva para liderar Europa o Estados Unidos”. 

Una artimaña contra quienes combaten el fanatismo

Lo cierto es que a la derecha estadounidense nunca le ha importado la libertad de expresión. Era solo una artimaña para estigmatizar cualquier intento de contestar al fanatismo que descargan contra minorías que, en gran medida, no tienen voz.

La embestida contra la libertad de expresión de la Administración Trump es la mayor desde el macartismo. Incluso antes de su investidura, los que criticaban el genocidio de Israel eran expulsados de las redes, victimizados y hasta atacados por instituciones como la Universidad de Columbia. 

Pero la extrema derecha no es la única que ha desacreditado las protestas. Muchos de los que se llaman a sí mismos “progresistas” y “centristas” se unieron para tildar de odiosos y de peligrosos extremistas a las personas que simplemente expresaba su rechazo a una de las peores atrocidades que ha visto el siglo XXI, un grupo en el que también hay judíos estadounidenses. Al hacerlo, ayudaron a legitimar la inevitable represión autoritaria ahora en marcha.

Según Simone Zimmerman, cofundadora del grupo activista judíoestadounidense IfNotNow, ahora estamos presenciando “la aterradora conclusión lógica de tildar de antisemita a cualquiera que pida la libertad de Palestina: un gobierno nacionalista blanco que libra una guerra contra los derechos civiles y contra la libertad de expresión bajo la bandera de 'luchar contra el antisemitismo”. Zimmerman entiende que esto supone “una agresión flagrante a nuestra democracia que nos pone a todos en peligro”.

Sería muy ingenuo creer que la represión terminará con el ataque a las personas que expresan su solidaridad con Palestina. Un precedente que se afianza puede expandirse velozmente. Entre otras cosas, los medios estadounidenses ya están sintiendo la amenaza creciente de investigaciones abusivas, de demandas por difamación de Trump y de que plutócratas como Jeff Bezos se arrodillen ante el aspirante a rey. A la libertad de expresión le están dando una buena tunda los que dicen ser sus mayores defensores.

Traducción de Francisco de Zárate.