Lecciones del referéndum irlandés
El pueblo irlandés se pronunció este finde semana y lo hizo de forma rotunda, como el propio primer ministro, Leo Varadkar, no ha tenido más remedio que reconocer, asumiendo en primera persona la derrota del sí en sendos referéndums. Eran dos las propuestas de reforma constitucional que planteaba el Gobierno. La conocida como la “reforma de la familia” y la “reforma del cuidado.” La primera enmienda fue rechazada por un 67% del voto; la segunda cayó derrotada de forma aun más contundente: un 74%.
Con respecto a la reforma de la familia, de lo que se trataba era de conservar la protección legal que la Constitución Irlandesa prevé para la familia –aunque con una noción de familia vinculada de forma explícita a la del matrimonio–, pero tratando de modernizar el concepto de familia de forma que pudieran quedar incluidas también las basadas en “otras relaciones estables” (“marriage or other durable relationships”), como las formadas por parejas hecho, las familias monoparentales o las familias extensas.
A su vez, con la reforma de la cláusula del cuidado se trataba de dejar atrás un texto que se explica sólo teniendo en cuenta que la Constitución irlandesa data de 1937 y que fue redactada bajo la influencia de la moral y la jerarquía católicas. El controvertido precepto (artículo 41.2) de la carta magna irlandesa –probablemente una de las expresiones constitucionales más explícitas que quedan en el mundo occidental del antiguo modelo de familia de sustento masculino y cuidado femenino– establece que “el Estado reconoce que, mediante su vida dentro del hogar, la mujer brinda al Estado un apoyo sin el cual el bien común no puede realizarse” y, por lo tanto, “se esforzará por garantizar que las madres no se vean obligadas por necesidad económica a trabajar en detrimento de sus deberes en el hogar”. El nuevo precepto hubiera reemplazado “mujer” por “miembros de una familia” y reconocido que el “Estado debe esforzarse por apoyar” (strive to support) esa provisión de cuidados.
Tomadas en su conjunto, está claro que lo que se trataba era de culminar la transición de Irlanda hacia un modelo de Estado liberal y secular sustituyendo el orden de género sobre el que el antiguo texto se asienta por uno más igualitario capaz de reconocer que las relaciones de cuidado no son el patrimonio exclusivo de las familias matrimoniales y, sobre todo, que las mujeres no tienen “deberes naturales” que las confinen al hogar y a los cuidados en detrimento de otras dimensiones de su desarrollo personal y ciudadano en la esfera pública. En este sentido hubiera sido la culminación del camino ya emprendido con otros dos referéndums en el país que contaron una participación ciudadana mucho mayor y que resultaron exitosos: el del año 2015, que abrió las puertas al matrimonio del mismo sexo y el del año 2018 que hizo lo propio con el aborto. No por nada se escogió el 8 de marzo como fecha de celebración.
¿Qué ha pasado entonces? ¿A qué se debe el bajo grado de participación y, sobre todo, el abrumador fracaso? ¿Y qué lecciones cabe derivar para otros países que contemplen la necesidad de reformar sus textos constitucionales en clave igualitaria? No parece que haya aún un diagnóstico compartido, pero sí al menos algunas primeras lecciones que podemos extraer. Por lo que hace a la enmienda de la familia, parece que es la sensación de inseguridad jurídica a la que la reforma podría abocar lo que ha primado en su rechazo. Frente a la claridad de lo que es un matrimonio, la incertidumbre de la que es “una relación estable” ha incomodado a una ciudadanía a la que inquietaban las posibles repercusiones que la reforma pudiera tener en relaciones jurídicas en temas como la herencia, el derecho de inmigración o la materia fiscal. Recordatorio este de la centralidad que ha ocupado y sigue ocupando la institución matrimonial en nuestros ordenamientos jurídicos y de la necesidad, pero también de la dificultad, de avanzar en la senda de disolver tal centralidad. Al menos, sin antes emprender un proceso de pedagogía ciudadana que explique de qué forma exacta y a qué efectos la institución secular va a ser reemplazada para dar adecuado reconocimiento a las formas plurales de familias y de cuidados en los que actualmente descansa efectivamente la interdependencia humana.
Por lo que hace a la reforma del cuidado parece que, en este caso, la propuesta del Gobierno se quedó claramente corta. Una convención ciudadana había debatido con anterioridad la conveniencia de reformar el artículo 41.2 y, mientras que hubo claro consenso acerca de la necesidad de abandonar el trasnochado precepto, lo hubo menos acerca de la conveniencia de simplemente eliminarlo. ¿Por qué no aprovechar la reforma para reconocer la centralidad de los cuidados en nuestros Estados y economías al mismo tiempo que se daba con una formulación que, superando estereotipos de género, conminara al Estado a asumir el coste real de la reproducción social, en vez de descargar la responsabilidad sobre la mitad femenina de la ciudadanía? Y si de esto último se trataba, parece que la nueva fórmula sometida a consulta resultó insuficiente. No bastaba con reemplazar mujer por familia, buscando una neutralidad de género. Era necesario “desfamaliarizar” el cuidado en términos mucho más contundentes. Y exactamente eso es lo que, entre otros, los colectivos feministas y los de defensa de las personas con diversidad funcional le han recordado con su no al Taoiseach irlandés. Es decir, que de meterse, hay que hacerlo bien, y hacerlo bien requiere, hoy en día, ir mucho más allá que dar con fórmulas neutras o vagas para reemplazar los explícitos y denostados esquemas patriarcales. Toca abordar la dimensión estructural de la economía de los cuidado.
1