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En defensa de las mujeres malas y las lideresas inesperadas: 'Juego de Tronos' y feminismo

Clara Serra / Luis Jiménez Isac / Alba Pez

Juego de Tronos ha terminado, y lo ha hecho con polémica (feminista), como polémicas han sido algunas de sus aportaciones durante todos estos años a la hora de tratar cuestiones políticas de primer orden. Más allá del final concreto de la serie y de las conclusiones que de él se puedan sacar -el triunfo de la reforma del régimen político de Poniente, y la transición hacia una monarquía electiva, frente a la revolución-, y más allá de la presencia de elementos en las últimas temporadas que hacían de la serie algo menos “política”, Juego de Tronos ha sido casi un manual de instrucciones sobre el poder, que ha mostrado de manera maravillosa esos grises en los que se mueve la política. En las últimas temporadas ha ido ganando espacio la amenaza mágica civilizatoria de los Caminantes Blancos e introducir el elemento sobrenatural ayuda a suspender el juego de la política “puramente” humano. Así mismo, el espectáculo bélico ha cobrado protagonismo en detrimento de un mejor desarrollo de la vida interna de los personajes. Aun con eso la serie ha mantenido constante una mirada cruda y realista, desnuda, sobre la política o, mejor dicho, sobre lo político, situando el conflicto y el juego de poder como piedra de toque de todo pretendido orden social. 

Juego de Tronos ha sabido hablarnos del poder y de sus diferentes facetas, como la coacción y la fuerza. “El poder es poder” le dice Cersei rodeada de sus guardias a Petyr Baelish, ante sus amenazas veladas de destapar la relación incestuosa que mantiene con su hermano. Y es que “el poder es poder” gana a “la información es poder”, por mucho que les pese a quienes se ven forzados a hacer política de manera subrepticia. ¿Pero no es acaso eso una invitación a utilizar todas las posibilidades a nuestro alcance, aunque sean algo “heréticas”, para compensar las desigualdades de las que partimos? 

También nos ha enseñado que el poder es una sombra, es decir, nos ha contado la importancia de la legitimidad en política. ¿Por qué es el Rey el que decide quién vive y quién muere y no el mercenario de baja cuna que blande la espada y ejecuta en su nombre? “El poder reside donde los hombres creen que reside. Es un truco, una sombra en la pared”. Y, por tanto, una relación y no una esencia, le faltó decir a Lord Varys, en aquella memorable conversación con Tyrion Lannister.

Pero además, Juego de Tronos es una serie que nos ha puesto un espejo político a nosotros y nosotras mismas, a quienes nos interesa la política y a quienes hacemos política y ponemos en juego nuestras identidades para ello. La octava temporada ha tenido un alto contenido de debate feminista como consecuencia de diferentes razones. Dos mujeres poderosas se disputaban el Trono de Hierro y tanto Cersei como Daenerys han acabado siendo ejemplos de quienes no deben gobernar mientras un hombre ha terminado ocupando ese lugar. El giro del personaje de Daenerys en la última temporada ha sido especialmente criticado: había depositadas en ella muchas esperanzas de que una mujer poderosa encarnara el papel de reina que gobierna con justicia para todos. 

Sin embargo, conviene rescatar algunas razones importantes para defender una lectura feminista de Juego de Tronos. En primer lugar, describe, y describe bien, un mundo en el que el poder está desigualmente repartido. Algunos, los hombres, detentan el poder o aspiran a él por cauces legítimos preestablecidos; lo heredan o hacen la guerra para conquistarlo. Otros sujetos -los bastardos, los enanos, los eunucos y las mujeres- lo tienen más difícil en una partida en la que salen a jugar con graves desventajas. Juego de Tronos describe bien la desigualdad de género, es decir, no se olvida de ella. 

En segundo lugar, y una vez que los personajes están colocados en diferentes casillas en función de sus privilegios desiguales, todos ellos tratan de sobrevivir con las herramientas de las que disponen. Algunos tienen títulos, ejércitos a sus órdenes o líneas genealógicas a su favor. Otras tienen que esforzarse el triple, para ser caballero como Brienne de Tarth o para aspirar al trono como Yara Greyjoy. Algunas pelean sin descanso para ganarse el derecho de no ser una dama, como Arya, pero otras, como Margaery, como Cersei o como la propia Sansa, aprenden a usar las herramientas que tienen al alcance las damas. Este punto es importante en la serie: quienes han sido excluidos de los canales normales por los que circula el poder tratan de conseguirlo a través de canales alternativos, indirectos y a veces secretos. Las estrategias de seducción de algunas mujeres forman parte de esos métodos de supervivencia que tan rápidamente tendemos a juzgar en aras de métodos más nobles que, sin embargo, están al alcance de los hombres. Una serie como Juego de Tronos, que no solo convierte a princesitas en guerreras como Arya, sino también en damas astutas y empoderadas, juzga poco a las mujeres o, digamos, no es cómplice de una estigmatización de la seducción y el engaño femeninos que siempre le es funcional a un orden en el que son los hombres quienes menos necesitan utilizarlos. 

En tercer lugar y, en relación con lo anterior, Juego de Tronos no es una serie entregada solamente a los personajes buenos y es, también, como no, una serie en la que hay muchas mujeres malas. Pero es que las mujeres, y éste es en parte el problema de la figura de Daenerys, no pueden ser un refugio moral para la política. Es la política que hagan virtuosamente las mujeres la que puede resultar una brújula para orientarnos, pero nunca una premisa de la que partir. El fundamento de la necesidad de la igualdad no es la bondad innata de las mujeres, es la igualdad en sí misma, con todas sus consecuencias. 

Frente a las exigencias de que las mujeres demuestren siempre su virtud y su bondad para ganarse así el derecho de entrar en la política aún hace falta defender el derecho al mal de las mujeres. Que las mujeres hagan política y la hagan mal también tiene consecuencias para la igualdad, porque cambia el escenario mismo en el que se hace política. Daenerys, al final, ha demostrado ser igual de mala gobernante que sus predecesores hombres. Ha sido tan mala gobernante como su padre, el Rey Loco, como Robert Baratheon, que confundió vencer con gobernar, o como Joffrey, el personaje más cruel y despiadado de la serie. Porque las mujeres pueden gobernar igual de bien y de mal que los hombres y eso es una defensa profunda de la igualdad y un punto de partida para una política feminista posible que ponga en marcha escenarios emancipadores. Ese es el orden y no al revés. Porque las mujeres hacen política existe la posibilidad de una política feminista, y no porque existe una política feminista hacen política las mujeres.

Feminizar la política requiere de una llegada a la misma de las mujeres. Pero también requiere de una transformación de la política que, si bien pueden a veces encarnar las mujeres, no puede hacerse descansar mesiánicamente solo en ellas. La mesías -y Daenerys lo ha sido desde el principio- quizás no era la mejor para feminizar la política en este mundo salvaje y masculino donde impera la ley del más fuerte. Porque Juego de Tronos también nos ha hecho reflexionar sobre qué es un buen gobernante, y parece que nos ha sugerido que no lo es aquel que se piensa esencialmente destinado a ello. ¿Puede un individuo, bajo la noción de una idea trascendente como es la de una misión histórica o el destino, ser capaz de diferenciar sus deseos personales de sus decisiones políticas? ¿Puede aquél que se considera a sí mismo investido de una legitimidad esencial gobernar con justicia? ¿No es el mejor gobernante aquel que realmente no quiere ni ha esperado nunca serlo? Estas preguntas tienen consecuencias feministas. 

En primer lugar porque quienes nunca esperan ser diputadas, portavoces o presidentas son más ellas que ellos. En segundo lugar, porque traen a colación una reflexión que sigue siendo muy necesaria: las lealtades y los hiperliderazgos en política, como acabaría descubriendo Tyrion esta última temporada, pueden jugar muy malas pasadas. Es normal que a cualquiera que entra en el fuego con tres huevos y sale con tres dragones se le suba un poquito a la cabeza. Quizá la clave sea si había contrapesos suficientes para contrarrestar que se le subiera. Este final de Juego de Tronos nos ha enseñado qué es un mal gobernante describiendo a una Daenerys que no sabe escuchar y que ya no se deja aconsejar. Nos muestra, en definitiva, que el poder no debería depender exclusivamente de la voluntad de alguien. 

Y sí, es cierto que ha sido una mujer a la que todos esperábamos la que ha acabado encarnando algunos de los peores errores, pero quedémonos también con una cosa. Quizás no habría que esperar tanto del líder más esperado, porque la escucha y la modestia suelen ser cualidades que descansan en las más inesperadas. Es cierto que los vicios los ha concentrado Daenerys, pero también lo es que, aparentemente, las virtudes no solo van a ser puestas en práctica por un hombre tullido -y no por el esperable Jon Snow-, sino también por Sansa, que además de una mujer es, como la mayoría de las lideresas femeninas, una buena dirigente a la que nadie -ni siquiera ella misma- esperaba.

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