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Las amigas nunca se callan

6 de marzo de 2022 22:10 h

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Si suena el teléfono fijo de casa de mis padres a partir de las nueve de la noche, mi madre enciende el inalámbrico, cierra la puerta de la cocina y desenhebra durante minutos, a veces horas, un hilo inagotable de temas de conversación. Al otro lado del teléfono siempre están mi tía Mari y mi tía Montse. Es un ritual nocturno que se repite cada noche. A ellas tres, que más que hermanas son amigas, me las imagino sentadas en círculo, con batas de flores coloridas, delantales y zapatillas de esparto, a la fresca. Pero a falta de pueblo, que se perdió en una mudanza inagotable a Vigo hace décadas, y a falta de sillas, el corro diario se forma por teléfono.

No hay nada más reconfortante que tener a alguien cerca a quien poder contarle tu vida. En este sentido, si un amigo es un tesoro, una amiga es una psicóloga, confidente, asesora, consejera, todo lo que haga falta que sea en el precioso momento en el que te pones a hablar. Con la amistad femenina, el centro de uno misma se convierte en una voz dividida, como un eco que se expande. No eres tú, eres tú y ellas. 

La influencia es algo muy complejo pero fundamental. Suele pasar que en la adolescencia entras en un estado intenso de contacto e influencia con una amiga. Cualquier cosa nimia y banal que te pase, y en la adolescencia básicamente sólo te pasan cosas nimias y banales, necesita a tu interlocutora al otro lado. De esa amiga tomas prestados consejos, gustos y aficiones. Llegas incluso a imitarla en cómo viste, en cómo habla o se mueve. Te miras constantemente en su espejo que te devuelve un reflejo inmaduro. La huelga de diálogo que has establecido con tus padres, el mutismo absoluto en según qué temas, es un caudal inagotable de verborrea con ella.  

Algunas amistades de la adolescencia continúan en la vida adulta, pero lo más habitual es que comiences a tejer nuevas en la universidad o en el trabajo, y estas te parezcan más sólidas porque ya no están sometidas a la arbitrariedad de un código postal o de un pupitre de clase, estas ya son elegidas. Con ellas compartes tu vida que se compone fundamentalmente de fracasos, pero también de éxitos. Y es así como te saltas cualquier secuencia de ADN para terminar convirtiéndolas en un lugar seguro al que recurrir, seguramente mucho más que los familiares con los que te tienes que sentar en la mesa de un notario. 

Escribo esto porque mañana saldré con mis amigas a la calle a gritar, con las ganas acumuladas durante los dos últimos años de pandemia. Han pasado muchísimas cosas estos meses en los que la reivindicación feminista ha estado soterrada por otras urgencias. Por ejemplo, en Palermo, Argentina, un grupo de chicos acaba de violar brutalmente a un chica, al mediodía, no de noche, no en una callejón oscuro, en uno de los barrios más concurridos de la ciudad. Varios de ellos esperaban en un Volkswagen Gol color blanco, otros distraían fuera, tocando una guitarra para tapar los gritos. Abusaron de ella por turnos, como si fuese un objeto que pasarse, la manosearon, la forzaron a que la practicaran sexo oral. No actuaban irracionalmente. Lo que diferencia a esa chica de 20 años de una misma o de una amiga no es nada salvo la suerte, como ocurre con cualquier agresión sexual. 

Algunos, cada vez más porque se ha creado un clima que impulsa este tipo de discursos, nos quieren calladas porque el silencio reprime, pero sobre todo separa. Las palabras, sin embargo, unen. Así que mañana saldremos a hablar, a hablar fuerte, como siempre hemos hecho cuando estamos juntas.