Todos tenemos un corazón político

Lo mismo que los Papas suelen dar catequesis los miércoles, a mí me ha tocado opinar los miércoles en este diario. Por supuesto, les estoy muy agradecido a los lectores, a mis compañeros y a mis jefes; pero, menudo trago. Para opinar, hay que tener una opinión. Muchas veces, la opinión (y no solo la de los miércoles) es lo más parecido a impartir doctrina. Vamos, que opinar está más cerca de la patrología (que más o menos consiste en estudiar la vida de los padres de la Iglesia, no confundir con la patrística, que estudia sus escritos), que de la política. Porque también el artículo de opinión se escribe en función de la vida y milagros de un elegido, en este caso, de un político. La diferencia fundamental entre un político y un santo es que los santos resucitan. Los políticos son gatos pobres. Solo tienen una vida.
Para tener una opinión política, hay que conocer la política y hay que saber opinar, cualidades de las que ando falto; por eso, cada vez que me pongo a ello, tengo que inventarme una opinión nueva. Es una especie de barraquismo, donde las ideas se levantan como frágiles chabolas a las afueras de la gran ciudad del entendimiento. A este chabolismo, antiguamente, se le llamaba escribir. La literatura era inventar. Sencillamente, era eso. Ya no. Ahora, la literatura es explicar. Por su necesidad de explicar las cosas, pero sucede con el arte y la cultura en general, también la literatura se ha convertido en doctrina. Hoy, al igual que en la patrística, a una novela se le exige ortodoxia doctrinal (es decir, que no haya herejía en sus escritos), y, del mismo modo, al autor se le exige santidad de vida. Antes, a los autores se les pedía, sobre todo, inspiración; pero hoy queremos predicadores en vez de artistas.
En España, lo que no es barraquismo es barroquismo. Nuestra mejor literatura es la que viene del barroco y la que viene de las barracas. El Lazarillo de Tormes anuncia a ambas. También tenemos una larga tradición en dar santos y en escribir sobre estos. Esto sería el barroquismo. Y lo mismo, en política, es barraquismo. Sin embargo, el santo español no es barroco, lo es su representación, que viene luego. Entre nosotros, el santo aspira a la barraca. Este camino de santidad llega hasta las Misiones Pedagógicas de la Segunda República, y cobra su mayor dimensión cuando García Lorca llama a su compañía de teatro itinerante La Barraca. En política, la barraca significa otra cosa. A menudo, se le llama chiringuito.
Más que en España, el político que aspira a la santidad se da en Francia. Como ese país es la cuna del laicismo, a los franceses no les ha quedado más remedio que rellenar el santoral con políticos. Nadie mejor que un santo, o que un político, ha comprendido que el fin de nuestros cuerpos es la corrupción. Por eso, tanto en política como entre los santos, lo incorrupto toma la categoría de milagro.
“Jamás hubiera sido presidente de la República sin la enfermedad y la muerte del presidente Pompidou”, así empiezan las memorias políticas de Valéry Giscard d'Estaing, que constituyen una trilogía titulada El poder y la vida. La enfermedad y la muerte figuran desde el principio de este libro como cuando, en la pintura barroca, se representa el tema del Descendimiento de la cruz. También aquí, Giscard quiere sostener el cuerpo sin vida de Pompidou, una vez ha cesado su inmolación física. La generación de Giscard ha leído en directo a Graham Greene (pues luego hay un momento, ya antes de que mueran, en que empezamos a leer a nuestros autores en diferido), y, a causa de ese estrecho vínculo histórico, el político francés titula a la manera del escritor inglés. Pero, sobre todo, Giscard titula como Graham Greene porque ambos son reconocidos católicos. El poder y la gloria, el título de la famosa novela de Greene que inspira a Giscard, procede de una frase que se dice después del Padrenuestro.
Entonces, Giscard comprende la diferencia entre un santo y un político. El primero busca la gloria, el segundo se conforma con la vida. Y en los dos casos, se trata de una cuestión de poder humano. “Usted no tiene el monopolio del corazón”, esta es la cita más famosa de Giscard. Se lo soltó a Mitterrand en un debate televisado, y, en estas memorias, Giscard dice que cree que gracias a esa frase ganó la presidencia de la República.
¿Cuándo dejamos de votar con el corazón? Así era Europa hasta no hace mucho. La Europa de hoy, y no digamos Estados Unidos, vota más bien con la bilis. No se vota, se antivota. Votamos por resentimiento. De hecho, hace tiempo que cambiamos las elecciones por las votaciones. Más que elegir a alguien, se vota en contra de alguien. Esto lo trajeron concursos como El Gran Hermano, donde se votaba para expulsar a los habitantes de una casa (era un desahucio consensuado). Un espectador corre menos riesgos que un elector. Su votación no le acarrea consecuencias. Y así actuamos ahora cuando vamos a votar.
A veces, lo llaman corazón; pero, en realidad, quieren decir rabia. Han trucado las palabras. Y la rabia está ganando las elecciones en todos los países donde se puede votar. Hoy, se vota en contra del vecino. Hace falta ser un desaprensivo, un canalla, un cínico, para querer apropiarse de ese voto de odio, y así son los líderes de los partidos que están recabando tales votos. En manos de este personal se pone el mundo. La gente está rabiosa como en una película de Cronenberg, esto es, por contagio telepático. Aunque, al final, la realidad siempre es física.
Los ciudadanos están rabiosos porque el mundo ha cambiado sin su participación y sin su consentimiento. Y, ahora, se sienten excluidos del juego. Más aún, se creen expulsados. Están rabiosos porque creen que les han negado hasta el derecho a ser pobres, pues hoy hay otros que son más pobres todavía. Es muy difícil no sentirse un pringado cuando no se es nada, ni rico, ni pobre, ni jefe de uno mismo, ni empleado de nadie, ni verdadero propietario de lo suyo, ni desposeído auténtico.
Están rabiosos porque todo lo que han heredado, un mundo y una manera de ver el mundo, ya no sirve para legárselo a sus descendientes. Se ha quedado obsoleto. Son los parias de una civilización que se ha extinguido y están dispuestos a entrar a saco en las ruinas de sus símbolos llenos de rabia. Eso fue lo que pasó en el Capitolio cuando Donald Trump perdió las elecciones en 2021.
Pero ahora Donald Trump ha vuelto otra vez y se ha constituido definitivamente en el principal representante de esta manera de sentir. Y, sobre todo, también es quien la inocula. Un tipo que ha hecho su fortuna con los negocios inmobiliarios y que manda en un mundo donde el derecho a la vivienda ha sido pulverizado, donde conseguir una vivienda cuesta la vida, incluso físicamente. Una cosa es consecuencia de la otra, por supuesto.
La oligarquía ha instaurado sus gobiernos tildando de élites a quienes viven en las barracas. A impartir doctrina lo llaman libertad de expresión, y al mismo tiempo persiguen, prohíben y cancelan cualquier actividad que cuestione sus doctrinas. Los oligarcas lo han convertido todo en doctrina, y hasta sus enemigos compran su juego y hacen lo mismo. Los oligarcas, y más aún sus adeptos, se erigen en víctimas de su sistema para que no veamos a las víctimas verdaderas. De tal modo, creemos que la causa de nuestra pobreza es la pobreza de otros más pobres, y no la opulencia de los oligarcas. Los oligarcas son máquinas de crear irreversibles víctimas sociales, económicas, políticas. Política. La oligarquía quiere acabar con la política para acabar de una vez por todas con el corazón de la gente.
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