Ni es delito lo de Quequé ni lo de La Senne

Reducir la intervención del derecho penal, como última "ratio", al mínimo indispensable para el control social, es un postulado razonable de política criminal
Es síntoma de una sociedad exhausta el hecho de que el único método de control que parece funcionar o en el que se confía es el derecho penal. Fíjense que hay invectivas contra los jueces, deben ser teórica, en la práctica el único freno social parece haber quedado definitivamente establecido en el Código Penal.
El Código Penal de cualquier democracia constituye la última razón, la última línea roja, la enumeración de las conductas que la sociedad no está dispuesta a tolerar bajo ningún concepto y que considera que deben ser sancionadas por un castigo. Entre la virtud ciudadana y el código penal, una sociedad democrática sana debería contar con una amplia panoplia de reproches, consecuencias y sanciones que fueran afeando y controlando socialmente las conductas ética, política o moralmente inaceptables. Por ello se habla del principio de intervención mínima del derecho penal. El derecho penal no puede ser la única pomada que aplicar a las llagas sociales o de convivencia. Sólo debería estar como último remedio -“ultima ratio”- para las más graves, para las que no pueden ser enmendadas de otra manera.
Todo esto que puede parecerles un rollo y que no lo es, puesto que es una constatación de un principio rector, viene a cuento por el desmán que ha sufrido la legislación y su aplicación en cuestiones que colisionan con la libertad de expresión o la libertad ideológica. Ahora que Trump y Musk han venido a vendernos su libertad de expresión total, conviene recordar hasta que punto es y debiera seguir siendo amplia la libertad en la Europa democrática. Dos casos ideológicamente opuestos nos sirven de ejemplo, ninguno de los dos debería tener reproche penal aunque, como veremos, quepan otros de distinta entidad.
Tenemos por un lado la admisión a trámite de una querella de Abogados Cristianos contra el humorista Héctor de Miguel, Quequé, por haber dicho en un programa de radio que “había que llenar de dinamita la cruz del Valle de los Caídos y volarla por los aires”, añadiendo que “sería preferible hacerlo un domingo, que hay más gente” y siguiendo su diatriba sarcástica afirmando que los restos de la cruz podían usarse “para lanzarlos a los curas que hayan abusado de algún niño” o “a todos” y si no alcanzan las piedras “también se podría volar la Almudena”. Lo hizo en un monólogo de carácter crítico humorístico. Que un juez de instrucción haya admitido a trámite una querella por estas palabras nos habla del bucle en el que está entrando la libertad de expresión en nuestro país. Y de la extensión que el legislador ha dado al artículo 510 del Código Penal vienen estos abusos: “Quienes públicamente nieguen, trivialicen gravemente o enaltezcan los delitos de genocidio, de lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, o enaltezcan a sus autores, cuando se hubieran cometido contra un grupo o una parte del mismo, o contra una persona determinada por razón de su pertenencia al mismo, por motivos racistas, antisemitas, antigitanos, u otros referentes a la ideología, religión o creencias, la situación familiar o la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, aporofobia, enfermedad o discapacidad, cuando de este modo se promueva o favorezca un clima de violencia, hostilidad, odio o discriminación contra los mismos”. Este texto es infame, impropio de una democracia, abierto a interpretaciones que no son sino censuras y al alcance de la represión por parte de unos u otros; una represión que ningún demócrata de ningún signo debe auspiciar.
De ningún signo he dicho. En Mallorca se acaba de abrir juicio oral contra el presidente del parlamento balear, el miembro de Vox, Gabriel La Senne. Recuerden que se debatía la derogación de la Ley de Memoria democrática que había propuesto su partido. En este contexto ordenó a dos diputadas socialistas que retiraran las fotos de dos hermanas conocidas como “Las rojas de Molinar”y ante su negativa las expulsó del pleno y rasgó las fotos. En un parlamento se llevó a cabo un acto de expresión ideológica, porque no se trata de que causa daños a las fotografías sino de lo que se deducía de ello. Sus presupuestos ideológicos pueden parecernos terribles, asquerosos o una mierda de ideas pero ¿si no se puede vehicular la expresión ideológica en un parlamento, dónde se podrá? Es un acto expresivo de contenido ideológico que se trata de reprimir utilizando el derecho penal. ¿Socialmente queremos reprimir penalmente y castigar que los partidos representados en los parlamentos expresen de cualquier manera sus postulados? Ojo con la respuesta, porque se podría aplicar a la inversa sobre otras ideologías o protestas (con cal, con esposas).
En ninguno de los dos casos la Fiscalía considera que haya materia para el derecho penal. En ambos acusan acusaciones populares: Abogados Cristianos y el Partido Comunista. ¡Que luego queremos anularla porque no mola para unas cosas y la usamos para otras!
No es aceptable el nivel de represión verbal que se lleva al derecho penal en nuestros tiempos. Es absolutamente cierto que en momentos más juveniles de nuestra democracia era posible bromear, hacer sarcasmos, reírse o faltar sin verse arrastrado por unos o por otros a un proceso penal. La legislación de los delitos apologéticos es demasiado amplia y demasiado interpretable en nuestro país. Hay demasiados jueces dispuestos a acogerse a este largo e interpretable artículo para arbitrar la represión en función incluso de su propia ideología.
Volvamos a la contención de la que no se debió salir. No hagamos leyes que impongan sanciones por opinar diferente a la propia ley. No redactemos artículos en los que pueda caber casi cada expresión que no guste a unos o a otros. La sociedad española no lo necesita. Estamos en franca regresión. En caso de duda, la libertad de expresión más amplia es menos dañina que cualquier intento pacato de reprimir lo que no nos gusta.
Ni es delito lo de Quequé ni es delito lo de La Senne. Ya está bien. Hay que decirlo y se dice sin que importe a quién le molesta y a quién no. El derecho penal es la última barrera y no podemos usarla para paliar que no funcionen las anteriores. La Senne debería haber dimitido o su partido debería haberlo hecho dimitir por un comportamiento fuera de la dignidad parlamentaria. Los humoristas deberían pensar que en estos tiempos hay muchas formas de hacer humor sin que parezca que la Iglesia aún nos importa tanto como para no poder dejar de hacer chistes fáciles.
Hay mucho camino entre la virtud y el delito. Vale lo mismo para comportamientos individuales de cualquier índole, incluida la sexual. Hay gradación en los reproches. Una sociedad que sólo conserva como contención el Código Penal es una sociedad enferma.
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