Polarización: por qué no podemos ser amigos
En la vida política, hay palabras que se ponen de moda y son reflejo de una época determinada. Con la llegada de la transición, en España se acuñó el término consenso como emblema del esfuerzo por el entendimiento para hacer el tránsito de la dictadura a la democracia. Evidentemente, en pleno franquismo el consenso hubiera sido considerado delito con solo invocarlo. Si tuviéramos que elegir una sola palabra que definiera los tiempos actuales en la política, en España y en el resto del mundo, quizá deberíamos quedarnos con una: polarización.
La polarización se ha ido imponiendo poco a poco en los últimos años en el discurso político hasta convertirse en el eje fundamental que articula el debate público. Cuando hablamos de polarización, nos referimos al proceso por el cual dos personas con ideas políticas diferentes se han alejado cada vez más de un posible espacio de entendimiento. Además, se han dado mutuamente la espalda en su conversación cotidiana, en la que sólo entran los afines. En tercer lugar, los diferentes se convierten en enemigos, en tanto que se acrecienta un sentimiento bélico que considera a los otros como una fuerza que amenaza nuestra existencia. En ese esquema de pensamiento la destrucción del oponente es plenamente justificable, en defensa de nuestra propia supervivencia. Así estamos.
La polarización nace del descontento y la ira
El concepto de polarización ha comenzado a extenderse en la última década, tras el terrible impacto social que supuso la crisis financiera que tuvo lugar a partir de 2008. Millones de ciudadanos inocentes pagaron duramente los abusos que la avaricia del liberalismo económico provocó. Los culpables de todo lo ocurrido no pagaron por sus flagrantes delitos. Al final fue el resto de la sociedad el que sufrió un duro castigo. Los desmanes avariciosos de unos pocos los pagamos todos menos ellos.
La clase política no fue capaz de proteger a quienes representaban y todo generó una justificada furia contra el sistema que nos había llevado hasta allí. El descontento y la ira se extendieron en amplios sectores de la sociedad. No cabían las razones, ni las justificaciones. Las emociones se apoderaron del pensamiento colectivo.
El boom del populismo como respuesta
Los movimientos populistas florecieron en todo el mundo de forma transversal. Se impuso un generalizado deseo de hacer estallar un sistema fallido, corrompido y obsoleto. Aparecieron de repente líderes de diferentes ideologías que prometían dar su merecido a los culpables de lo sucedido. No hay sentimiento más vigoroso y movilizador que el de la venganza. Se trataba de una guerra justa. Había que acabar con ese sistema. Era necesario sustituirlo.
Oponerse al mal, combatir el abuso de poder, terminar con la injusticia era necesario. La tensión social era real, no manipulada. No existía sobreactuación planificada. La gente necesitaba una respuesta unitaria contundente en favor de la decencia y la justicia. Como bien ha expresado, Moisés Naim, “al igual que el colesterol, que lo hay bueno y malo, hay casos en los cuales la polarización política puede tener efectos positivos”.
La explotación artificial del fenómeno
La explotación del sentimiento de descontento y de rabia tuvo tal éxito que alertó a todas las organizaciones políticas. El discurso de la indignación se hizo dominante. Surgieron nuevas formaciones que monopolizaron la atención de los ciudadanos y los medios se centraron en seguirles. Muchos partidos tradicionales tuvieron que afrontar procesos de renovación para poder adquirir la etiqueta de nueva política. Además, asumieron el incipiente idioma en auge como vía para llegar al público que lo demandaba. Un idioma basado en confrontar, en reivindicar, en polemizar: la guerra total.
De esta forma, el problema es que el estallido de la guerra contra el sistema desencadenó, uno tras otro, diferentes conflictos que han acabado por convertir todo el escenario político en una conflagración general. Lo emocional ha acabado por aplastar la racionalidad. Cada grupo ha acabado por encerrarse en sus postulados dispuesto a no ceder un milímetro en sus posiciones. O eres de los nuestros o eres enemigo. Todos los caminos son ahora frentes de batalla.
La televisión y las redes sociales imponen sus reglas en la guerra
La desaparición del papel como soporte y su sustitución por la televisión y las redes sociales ha creado una nueva forma de intercomunicación. Ambos medios son los que han impuesto el nuevo idioma que se ha acabado por imponer. La televisión amplifica el poder de la forma sobre el fondo. La impresión domina sobre el conocimiento. Las redes sociales se fundamentan en la velocidad, en su capacidad de creación de burbujas desconectadas y en el descontrol de las fuentes de difusión, a veces escondidas en el anonimato o en puras estructuras de propaganda y manipulación.
La inmediatez se ha impuesto. No hay espacio para la reflexión madurada. El efectismo ha sepultado a lo consistente. El anonimato ha desterrado a la asunción de responsabilidades. El enfrentamiento gana la batalla al entendimiento. La confrontación impide el diálogo. Lo emocional ha aplastado a lo racional.
Los sentimientos gobiernan el mundo
El experto en comunicación política, Toni Aira, acaba de publicar La política de las emociones, un ensayo que analiza cómo los sentimientos gobiernan el mundo y la política en la actualidad: “Es un ensayo que sirve de espejo porque intenta explicar cómo es el mundo en el que vivimos, pero funciona a la vez como una película de terror, ya que la preponderancia de las emociones no es cosa de Trump ni del procés, sino que se da en mayor o menor grado y con mejor o peor intención en cada punta del planeta”.
Toni Aira, profesor de Comunicación Política en la UPF Barcelona School of Management, explica cómo “si nos fijamos bien, todos los mensajes se sostienen en tres patas: la simplificación, la personalización y el impacto emocional. La simplificación se debe a que la comunicación en política ha quedado reducida únicamente a grandes eslóganes, consignas y argumentarios. La personalización tiene que ver con la proliferación de los llamados partidos Chupa Chups, donde el líder es muy importante y la estructura del partido pierde peso. Y, por último, el impacto emocional, es decir, cómo los equipos y los asesores se esfuerzan permanentemente por conectar con la audiencia para captar su atención a través de la emoción”.
Polarizar no sólo en la política
En realidad, no se trata de un fenómeno exclusivo de la política. El papel preponderante de la televisión y de las redes sociales como base de la intercomunicación social hace que este proceso esté presente en casi todos los ámbitos del debate público. Da igual que toque hablar de la pandemia, de los presupuestos generales del estado, de Messi o de La isla de las tentaciones. Toni Aira, sostiene que hay que huir del dramatismo y aceptar que este fenómeno “no es solo una manera de hacer propia de los políticos, sino que refleja la forma de ser de la sociedad en su conjunto”.
Además, existen diferentes aproximaciones a este cambio del idioma mediante el cual nos relacionamos. No todos somos iguales, evidentemente. En el caso de la política, Aira defiende que “hay líderes que simplemente usan la emoción para relacionarse con unos públicos que sabe que consumen así. Sin embargo, los populistas abusan de ella, sabiendo que, si la incentivan, alimentan y exageran pueden provocar que ciertas capas de la población se movilicen mucho”.
La solución: aprender el lenguaje y utilizarlo
Seguramente, como tantas veces ha ocurrido en la historia, la clave está en asumir las realidades en lugar de ignorarlas. La tecnología ha transformado el lenguaje del ser humano de forma irreversible. Los defectos son visibles y se extienden de forma vertiginosa. No cabe perder el tiempo. Los nuevos códigos del idioma universal ya se han impuesto. La crítica descorazonada ante el proceso que se vive puede caer en un ejercicio de melancolía estéril. Los tiempos no van a volver atrás. Quién mejor se desenvuelva en el uso del nuevo idioma estará en mejores condiciones de poder extender sus ideas. No puede ser de uso exclusivo de los malos.
William Davis, uno de los investigadores que mejor ha analizado el fenómeno, explica que “más que desestimar la influencia de los sentimientos en la sociedad hoy en día, necesitamos mejorar a la hora de escucharlos y aprender de ellos. En lugar de lamentarnos por la afluencia de las emociones a la política, deberíamos valorar la capacidad de la democracia de dar voz al miedo, el dolor y la ansiedad, que, de lo contrario, podrían tomar un rumbo mucho más destructivo. Si hemos de avanzar en esta nueva época y redescubrir una estabilidad superior, necesitamos, por encima de todo, comprenderla.
Líderes y sentimientos
En su libro, Toni Aira realiza un interesante ejercicio. Trata de asignar a diferentes líderes políticos qué rasgos emocionales sirven de base a su imagen pública y a su discurso político:
1.Trump: el odio. “Su liderazgo se ha basado en antagonizar con todos. Su discurso se basa siempre en él contra lo establecido”.
2.Johnson: el optimismo. “Su optimismo, ese mostrarse inasequible al desaliento, que no aparecía en ningún otro político británico, lo impulsó”.
3.Colau: la indignación. “Sigue representando la lucha de los que salieron a calle en la crisis institucional de 2011”.
4.Trudeau: el amor. “Entendió los beneficios de una conexión en positivo con los votantes: un buen look, un buen talante y un discurso no beligerante”.
5.Puigdemont: la impaciencia. “La hiperaceleración siempre ha sido una constante. Eso le premió, pero también le llevó a descarrilar”.
6.Iglesias: la euforia. “Su liderazgo y forma de comunicar es una embestida, un auténtico torrente”.
7.Putin: la venganza. “Es un personaje de acción y reacción. Ha ido construyendo una Rusia potente que si es respetada es porque es temida”.
8.Sánchez: la satisfacción. “Ha aprovechado muy bien el hecho de que siempre le hayan subestimado y menospreciado”.
9.Abascal: el enfado. “Utiliza un estilo de juego destructivo, ni juega bonito, ni aspira a marcar grandes goles, solo a destruir consenso”.
10.Merkel: la admiración. “Su liderazgo sea sinónimo de estabilidad, lo que genera en torno a ella un sentimiento de admiración”.
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