En política división es una palabra maldita normalmente asociada a la izquierda. Pero desde el fin del bipartidismo en España –y como parte del proceso de europeización de nuestro sistema de partidos– es evidente que la fragmentación ya campa a sus anchas también al otro lado del espectro político: el voto de derechas está fragmentado. En 2014 la irrupción de Ciudadanos en la arena nacional marcó un punto de inflexión. Hoy el partido naranja ya le disputa casi de igual a igual el espacio de centro derecha al PP, y los movimientos demoscópicos entorno a Vox podrían ser no más que otro síntoma del mismo fenómeno.
Justamente debido a la novedad que han supuesto éstos últimos, se ha convertido en algo frecuente ver pasear por tertulias y columnas la labor de José María Aznar como artífice de la unificación de la derecha en España. Si bien antes de la llegada de Aznar la antigua Alianza Popular ya se había presentado a varias elecciones en coalición con otros partidos de derechas (junto al Partido Demócrata Popular en 1982, y junto a este y al Partido Liberal –antigua Unión Liberal– en 1986), no es hasta su refundación en el IX Congreso de 1989 cuando se produce bajo su liderazgo la integración de los sectores liberales, conservadores y democristianos en torno a la nueva marca, el PP.
En la actualidad, en un nuevo y diferente escenario de fragmentación, el principal partido de la derecha vuelve a estar obligado a perseguir el mismo objetivo. Pablo Casado, como entonces Aznar, aspira a reunificar el voto de derechas. Por tanto, dejando al margen las características individuales de ambos líderes, merece la pena analizar si el contexto político en el que se encuentra el actual líder del PP es más o menos favorable para la unificar la derecha que aquel al que se enfrentó Aznar. A continuación presentaré tres argumentos que dibujan un panorama sombrío a este respecto.
1. El tipo de competición política no ayuda.
En primer lugar cabe señalar que, como un especie de condicionante macro para las democracias occidentales, los temas que estructuran la competición política hoy dificultan más la unificación de las derechas en comparación con las que lo hacían en los noventa. Entonces, la dimensión económica (esto es, el conflicto entorno al papel del Estado en la economía de mercado) configuraba las coordenadas políticas de manera predominante. Ni el problema en torno a la identidad nacional, ni otras cuestiones potencialmente divisivas para el voto de derechas, como la regulación del aborto o el papel de la mujer en nuestra sociedad, tenían suficiente fuerza propia para diluir los incentivos para la unificación. Hoy, por el contrario, la batalla política en torno a la identidad –no solo como consecuencia de nuestro particular conflicto territorial sino también de los cambios económicos y sociales producto de la globalización– introduce una nueva dimensión de competición en base al eje cosmopolitismo-nativismo o, como lo describió Donald Trump, de globalizadores vs. nacionalistas. Las diferencias en la derecha reflejan y probablemente reflejarán aun más en el futuro los incentivos creados por estas nuevas fracturas. Encontrar un discurso político que vuele sin turbulencias sobre ellas es, sin dudas, una tarea tremendamente difícil.
En lo que respecta al problema entorno de la identidad en España, la crisis territorial ha hecho que Cataluña sea el punto central del discurso de los tres partidos que aspiran a representar a la derecha. Esto jugaría a favor de los incentivos para unificar el voto, pues facilitaría que el competidor más grande absorba o fagocite a los más pequeños (más fácil con Vox, más difícil con el Ciudadanos). Pero también es posible que la intensidad de este tema, el catalán, aunque no desaparezca, disminuya, y que por tanto no sea el motor de la unión del voto de derechas. Asimismo, resulta lógico que los partidos compitiendo en este espacio, conscientes de la preeminencia del conflicto catalán, tengan incentivos para activar otros en los que podrían ser más exitosos, por ejemplo, la inmigración para Vox, o la corrupción para Ciudadanos. Esta diferenciación sí jugaría en contra de las posibilidades de unir el voto de derechas.
2. La moderación no une.
Al inicio de su mandato como nuevo líder del PP, Aznar tenía el objetivo de unificar el voto de derechas moderando ideológicamente al partido, pues, entonces, ganar el centro significaba ganar las elecciones. Hoy, ni el PP está centrado ni ganar el centro garantiza llegar al gobierno. La actual fragmentación y la escaza transferencia de votos entre bloques (ya casi no hay permeabilidad entre las dos fuerzas más identificadas con posiciones de centro, PSOE y Ciudadanos) desincentiva que la moderación sea el motor de la unificación. Más bien lo contrario, la competición interbloques obliga a las formaciones de derechas a competir política y discursivamente en espacios alejados del centro político, provocando en ocasiones una carrera hacia el extremismo, jaleándose unos a otros, por ejemplo, por ver quién es más duro con los independentistas catalanes o con la inmigración. Todo esto, como es lógico, está asociado a los condicionantes contextuales mencionados anteriormente. En el momento que la competición política está más segmentada, los incentivos a hacerse con un nicho, y desde ahí pelear para liderar el bloque, aumentan.
3. El ‘voto útil’ ya no asusta tanto.
Cuando la competición electoral se reducía prácticamente a la lucha entre el PP y el PSOE, los llamamientos al voto útil en periodo electoral eran como los turrones a la navidad. No pasaba un día en las campañas electorales sin que los dos grandes partidos esgrimiesen el argumento de evitar desperdiciar el voto. Sobre todo en la izquierda –allí donde había fragmentación– el PSOE advertía que un voto a IU era potencialmente un voto a la basura dado el sesgo mayoritario de nuestro sistema electoral. Aunque la lógica era tramposa en términos de representación política, era aplastante en cuanto a la formación de gobierno se refiere. Aplastante y eficaz: desde las primeras elecciones generales en 1977 hasta las últimas del bipartidismo, en 2011, la concentración del voto y de los escaños en los dos grandes partidos de ámbito nacional se mantuvo siempre por encima del 70% (votos) y del 80% (escaños). No hacer de nuestro voto un ‘voto útil’ asustaba.
En el mismo sentido, la dinámica de la competición electoral desanimaba el lanzamiento de nuevos partidos e invitaban a los grandes a integrar bajo su paraguas a nuevas iniciativas que potencialmente pudieran hacerles sombra.
En la actualidad, los llamamientos al ‘voto útil’ ya no asustan tanto. La transformación del sistema de partidos ha permitido que los votantes hayan experimentado la política nacional en un escenario de fragmentación. A pesar de las dificultades que ello conlleva (para la formación de gobierno, por ejemplo) la estabilidad en el voto a los nuevos partidos invitan a pensar que los votantes han aprendido y están dispuestos a compensar los costes de la perdida de gobernabilidad con beneficios por el lado de la representatividad. Ahora sí existen incentivos para que más de dos partidos se lancen a ganar un trozo del pastel. Por tanto, si la fragmentación partidista y los gobiernos de coalición son el futuro, la unión de las derechas se torna más difícil.
En resumidas cuentas, el contexto político al que se enfrenta Pablo Casado para conseguir unificar el voto de derechas es uno plagado de obstáculos. A diferencia del desafío que tenía por delante Aznar, Casado va a contracorriente. Por un lado, las grandes fuerzas que estructuran la competición política en nuestro tiempo dificultan la creación de plataformas políticas capaces de cubrir de manera extensiva y coherente las demandas políticas producto de los retos que emanan de la globalización. Por otro lado, la distribución de preferencias política en bloques eliminan el arma de la moderación ideológica como motor para unificar a la derecha. Y, finalmente, el nuevo y estable multipartidismo en España ha hecho que los votantes experimenten las ventajas y desventajas de la fragmentación, convirtiendo los llamamientos al ‘voto útil’ en algo ahora más parecido al ‘¡que viene el coco!’... pero entre adultos.