El dilema de la vitamina D frente a la COVID-19
La vitamina D es, comparada con el resto de vitaminas (palabra cuyo significado es: “aminas de la vida”), una molécula muy especial. A diferencia del resto de ellas, que necesitamos ingerir obligatoriamente a partir de la dieta por ser nutrientes esenciales (nuestro cuerpo es incapaz de sintetizarlas), nuestra mayor fuente de vitamina D es la exposición a la luz solar. En condiciones normales, en torno al 80%-90% de la vitamina D de nuestro cuerpo se produce por la exposición de la piel al sol y solo un 10%-20% de esta la obtenemos a través de la dieta.
Los rayos ultravioleta B provocan una reacción bioquímica en nuestra piel que lleva a la transformación del 7-dehidrocolesterol en pre-vitamina D3 y esta, a su vez, se convierte instantáneamente en vitamina D3 en una reacción inducida por el calor. Por eso, se aconseja exponerse al sol (al menos cara, manos y brazos) como mínimo una media de 15-20 minutos al día sin protección solar para garantizar una producción suficiente de vitamina D.
Es precisamente esta característica tan particular de la vitamina D la que hace que su déficit sea más frecuente que el resto de vitaminas, especialmente en países donde la radiación solar es muy limitada o en personas que, por diferentes razones, se exponen muy poco al sol. Por esta razón, en países como los nórdicos la suplementación de la vitamina D es algo relativamente habitual. El déficit de esta vitamina puede provocar problemas de salud muy variables según magnitud. Si es grave, en niños puede causar raquitismo y en adultos puede aumentar el riesgo de enfermedades de los huesos como osteomalacia, osteoporosis y fracturas.
Más allá de las enfermedades óseas, se ha observado que déficits de vitamina D se asocian con un mayor riesgo de sufrir diversas enfermedades infecciosas respiratorias como tuberculosis, neumonía o... la COVID-19. Esto podría deberse a que la vitamina D no solo participa en la mineralización de los huesos, sino que también está involucrada en el funcionamiento del sistema inmunitario. En cualquier caso, todavía no es concluyente que un déficit de vitamina D leve incremente el riesgo de padecer enfermedades infecciosas o que las agrave.
Hasta ahora, diferentes estudios observacionales han deducido una correlación (recordemos que no tiene por qué significar causalidad) entre personas con deficiencia de vitamina D y peores evoluciones clínicas al sufrir la COVID-19. Además, diferentes circunstancias asociadas a una menor síntesis de vitamina D como el invierno, regiones geográficas con menor radiación solar, sufrir obesidad o tener la piel negra también se han relacionado con un mayor riesgo de sufrir la COVID-19 o padecerla de forma más grave.
Ahora bien, son solo indicios y detrás de estos resultados epidemiológicos hay multitud de factores que influyen en el riesgo de sufrir la enfermedad, como el estatus socioeconómico. Además, para complicar aún más este delicado asunto, diversas enfermedades pueden provocar déficits de vitamina D, por lo que existe el riesgo de que se confunda causa (la carencia de vitamina D aumenta el riesgo de COVID-19) con la consecuencia (sufrir diversas enfermedades de riesgo para la COVID-19 lleva a déficits de vitamina D).
La vitamina D se ha convertido en un tema recurrente a lo largo de la pandemia, tanto entre los medios de comunicación como entre los médicos y los estudios clínicos. En Reino Unido, como en otros muchos países, existe una importante controversia sobre si se debería recomendar esta vitamina por sistema para proteger frente a la COVID-19. El Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica (NICE) de dicho país publicó en diciembre una guía rápida en la que recomendaba a adultos y niños de más de 4 años la ingesta de 10 microgramos (400 UI) de vitamina D al día “para mantener la salud de los huesos y muscular”. No obstante, desaconsejaba la suplementación de vitamina D “solo para prevenir la COVID-19, excepto como parte de un ensayo clínico”.
Ahora mismo, hay 39 ensayos, que están en marcha o han finalizado, investigando el papel de la vitamina D en la COVID-19. Hay principalmente dos cuestiones que se plantean sobre esta vitamina que analizaremos a continuación.
¿Déficits leves de vitamina D llevan a un empeoramiento del pronóstico de la COVID-19?
Hay diferentes estudios que sugieren que déficits de vitamina D en pacientes están asociados a un peor pronóstico de la COVID-19. Además de los estudios observacionales citados antes, también hay pequeños estudios clínicos que han detectado un efecto protector modesto con la suplementación de vitamina D en personas frente a infecciones respiratorias no provocadas por el coronavirus. En ese sentido, es importante señalar los conflictos de intereses que existen en varios estudios realizados por laboratorios productores de suplementos vitamínicos y sus potenciales sesgos asociados.
En noviembre de 2020, un comité conjunto formado por el NICE, el Comité de Consejo Científico en Nutrición (SACN) y de Salud Pública de Inglaterra (PHE) se mostraron de acuerdo con que un nivel bajo de vitamina D se asociaba a pronósticos más graves de COVID-19. Sin embargo, aclaraban: “No es posible confirmar la causalidad porque muchos factores de riesgo para evoluciones graves de la COVID-19 son los mismos factores de riesgo presentes por nivel bajos de vitamina D. La concentración de vitamina D en el suero cae durante una inflamación sistémica, la cual puede ocurrir durante una forma grave de COVID-19, y es difícil saber si un bajo nivel de vitamina D causa resultados clínicos pobres o viceversa”.
¿Sin déficits, una suplementación extra de vitamina D podría ayudar a combatir la COVID-19?
Varios estudios preliminares han sugerido que la suplementación con vitamina D podría llevar a mejores pronósticos de la enfermedad causada por el coronavirus, como estudios observacionales. Un pequeño ensayo clínico (76 pacientes), realizado en España, en el que se suplementaba de forma temprana con calcifediol (vitamina D3) a pacientes hospitalizados con COVID-19 observó menos ingresos en las UCIS en este grupo de pacientes, comparado con aquellos que no tomaron esta vitamina. Los autores plantean que el calcifediol podría reducir la gravedad de la COVID-19, pero reconocen que hacen falta estudios clínicos más grandes y rigurosos para demostrar claramente que esto es así.
Tanto NICE como SACN y PHE valoraron este ensayo español y concluyeron que era pequeño y de muy baja calidad. Además, explican que “el ensayo usó una dosis muy elevada de calcifediol oral, el metabolito circulante de la vitamina D, que no se usa habitualmente en Reino Unido. El comité tiene también inquietudes sobre las diferencias en las comorbilidades (presencia de otras enfermedades) entre los dos grupos y la falta de ceguera (tanto los pacientes como los sanitarios sabían lo que se estaba administrando)”.
El vaso medio lleno o medio vacío
Con respecto a la vitamina D, nos encontramos ahora mismo en una situación de incertidumbre científica similar a cuando se debatía en su momento la eficacia de las mascarillas en la población general o la transmisión del coronavirus por aerosoles. Parece que hay indicios de que la suplementación con vitamina D podría ser beneficiosa en determinadas circunstancias, pero realmente no contamos con el suficiente respaldo científico para afirmarlo con seguridad y esta suposición podría estar equivocada.
Los grandes ensayos clínicos son irremediablemente lentos y costosos de realizar, así que no es una cuestión que se pueda resolver de la noche a la mañana. ¿Qué hacer mientras? Hay que tener en cuenta que, si existe déficit de vitamina D en una persona de riesgo para la COVID-19, la suplementación controlada por el médico tiene un claro beneficio y un mínimo riesgo de daño, independientemente de que esta medida resulte ser o no protectora contra la COVID-19.
Un dato clave en esta historia es que las personas que se encuentran en residencias de ancianos suelen tener déficits de vitamina D con mucha mayor frecuencia que la población general, especialmente si son grandes dependientes. Así que algunas autoridades han decidido ver el vaso medio lleno en estos casos. Por ejemplo: la Junta de Andalucía decidió suplementar con vitamina D a los ancianos en residencias como forma de protección. Reino Unido también puso en marcha una campaña para dar suplementos de vitamina a 2,7 millones de personas extremadamente vulnerables y en residencias durante el invierno.
En el terreno médico-científico, encontramos a médicos y autoridades sanitarias que dicen que todavía no hay evidencia suficiente para apoyar la vitamina D en el tratamiento y la prevención de la COVID-19, mientras que otros advierten de que puede que cuando tengamos las evidencias sea ya demasiado tarde para aprovechar cualquier potencial beneficio de la vitamina D. Investigadores en este asunto explicaban en la revista médica The British Medical Journal que varios ensayos clínicos controlados con placebo sobre la vitamina D y la COVID-19 no finalizarían hasta marzo y julio de 2021 y que: “Si, como se espera, la pandemia se atenúa para Semana Santa, estos ensayos, si se completan con éxito, nos dirán a posteriori si podríamos haber salvado o no muchas vidas mediante una promoción mayor de los suplementos de vitamina D que cuestan un penique y son extremadamente seguros. ¿Es eso realmente de lo que pretende la medicina basada en la evidencia?”.
Cuando la evidencia científica solo nos puede decir, por el momento, que no tenemos pruebas concluyentes para respaldar o rechazar la vitamina D frente a la COVID-19, la decisión de recomendarlo o no va más allá de la ciencia y se adentra en el terreno de la incertidumbre y el dilema. Como nos enseñó la hidroxicloroquina en esta pandemia, apresurarnos en aplicar un tratamiento sin que haya un respaldo sólido detrás puede ser una peor estrategia que no hacer nada, pero esperar a demostrar que algo sea efectivo también implica el riesgo de desaprovecharlo cuando podría estar salvando vidas.
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