El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Somos una especie en viaje. Lo cuenta muy bien Drexler en Movimiento, una canción que les recomiendo como banda sonora de esta columna. El impulso de viajar y explorar nuevos territorios es inherente al ser humano. Seguramente nazca como casi todos nuestros logros de una necesidad: buscar alimento, huir del peligro... Pero también de la curiosidad, que es el motor del resto de nuestros avances como especie -amén del descubrimiento fortuito, la chiripa, que nos ha iluminado tantas veces-.
Hoy moverse por curiosidad es solo para privilegiados, los que viajamos para conocer mundo, otras culturas, vivir experiencias... turistas con ansias de ser viajeros. Moverse por interés sigue siendo para ambiciosos, los que buscaban hacer fortuna en el nuevo mundo ahora deslocalizan, a veces lo llamamos descubrimiento, audacia, saqueo... depende de las épocas y el margen de beneficio. Moverse por necesidad, la más antigua de nuestras motivaciones, también despierta distintas reacciones. Si el desplazado lleva en la maleta más dinero que necesidades encuentra al llegar respeto, admiración y conmiseración, la decisión de su partida habrá sido valiente y su camino, una proeza. Si el errante es pobre la cosa cambia; su presencia genera desconfianza, la decisión de su partida, incomprensión, y los inconvenientes de su camino, indolencia. Y así la antigua hospitalidad ha degenerado hoy en lo que los hosteleros llaman hospitality, un anglicismo para decir que cuanto más pagas mejor te tratan.
La aporofobia llega a tal punto que ni el eslabón más débil de la sociedad: niños solos, sin sus padres y que se encuentran a cientos o miles de kilómetros de sus casas, es decir, desamparados, despiertan compasión. O al menos eso parece al escuchar estos días los términos en los que se habla de los miles de menores que aguardan en Canarias hacinados en centros que no están preparados para acoger a tanta población. ¡Aragón no acogerá a más menores!, se dice con rotundidad excusándose en rencillas políticas de las que no tienen culpa alguna esos chavales. La ley es xenófoba, se afirma. ¡Cuánta faena tiene la RAE!
La nueva ley obligará a las comunidades autónomas a ejecutar lo que se han negado a hacer de manera voluntaria: ser solidarios con Canarias y humanos con esos niños. El archipiélago soporta la mayor presión migratoria del país por mera posición geográfica. Lo mismo que España, como Italia o Grecia, lo hacen dentro de la UE. A Europa le pedimos recursos, a Canarias le decimos que verdes las han segao.
Y mientras tanto, más de 4.000 niños, la mayoría varones de entre 12 y 17 años se topan con el muro de la intolerancia de los países desarrollados. Con gobiernos autonómicos que hablan de despoblación como un mal a solucionar pero desprecian al que viene a buscar aquí una vida mejor. A esos menores les debemos protección legal y moralmente, educación para su formación y oportunidades para su desarrollo autónomo cuando les soltemos de la mano por su mayoría de edad, algo que, por cierto, nadie haría con sus hijos a los 18.
El racismo y la xenofobia de la ultraderecha va sonando cada vez menos histriónico, se suman a esa corriente los moderados, se habla en la calle con desprecio de los MENAS como si fuesen una organización criminal. Cuando escuche a alguien usar ese término para hablar en términos peyorativos, a veces incluso sin maldad, por pura repetición, contesten: son menores extranjeros no acompañados, niños, sin sus padres, lejos de casa, en un país que no es el suyo, con una lengua distinta. Hagan activismo por la humanidad, que campa la maldad y es tarea de todos pararla.
Somos una especie en viaje. Lo cuenta muy bien Drexler en Movimiento, una canción que les recomiendo como banda sonora de esta columna. El impulso de viajar y explorar nuevos territorios es inherente al ser humano. Seguramente nazca como casi todos nuestros logros de una necesidad: buscar alimento, huir del peligro... Pero también de la curiosidad, que es el motor del resto de nuestros avances como especie -amén del descubrimiento fortuito, la chiripa, que nos ha iluminado tantas veces-.
Hoy moverse por curiosidad es solo para privilegiados, los que viajamos para conocer mundo, otras culturas, vivir experiencias... turistas con ansias de ser viajeros. Moverse por interés sigue siendo para ambiciosos, los que buscaban hacer fortuna en el nuevo mundo ahora deslocalizan, a veces lo llamamos descubrimiento, audacia, saqueo... depende de las épocas y el margen de beneficio. Moverse por necesidad, la más antigua de nuestras motivaciones, también despierta distintas reacciones. Si el desplazado lleva en la maleta más dinero que necesidades encuentra al llegar respeto, admiración y conmiseración, la decisión de su partida habrá sido valiente y su camino, una proeza. Si el errante es pobre la cosa cambia; su presencia genera desconfianza, la decisión de su partida, incomprensión, y los inconvenientes de su camino, indolencia. Y así la antigua hospitalidad ha degenerado hoy en lo que los hosteleros llaman hospitality, un anglicismo para decir que cuanto más pagas mejor te tratan.