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A Juan Ramón Jiménez le agradaba la Mancha y viajar en tren. Son frecuentes sus tentativas poéticas en ambos hechos, en ocasiones conformando ambos en un mismo poema. Tomando tan sólo la edición de ‘Diario de un poeta recién casado’, hay varias apariciones de estas dos cuestiones. Esta entrega juanramoniana es muy importante de cara al acaecer de la poesía en los principios del siglo XX, fechándose su escritura en 1916 y publicándose al año siguiente. El libro reúne poemas en verso y poemas en prosa, algo novedoso en la época, y muchas de sus composiciones en verso transcurren en verso libre, por mejor decir sin rima, pues el ritmo canónico generalmente se conserva.
El primer poema sobre el que nos detenemos aúna la referencia al tren y a la Mancha, datándose un 21 de enero de madrugada. El poema describe “la claridad difusa / de la luna extendida en la niebla”, en la que una estrella mortecina vigila “los olivares de la madrugada / que ya apenas se ven”. Esos olivares están repetidos en el poema durante un par de veces más; esos olivares “que casi no se ven / ya” hasta arrumbarse “en el recuerdo”. El tren transporta al alma haciéndola viajar por el campo manchego, “por este campo viejo que cruzaste / tantas veces […] con ansia y sin sentido, / a la luz de la estrella inextinguible”.
Ese lugar de la Mancha que ubica al caballero Don Quijote es incierto, porque Cervantes así lo quiso, dejándolo muy claro: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”. Pero algunos de esos lugares no bautizados han querido recobrar la memoria del autor alcalaíno, queriéndose erigir, con desafío, en el lugar no recordado. Argamasilla de Alba firmemente cree ser ese lugar del que Miguel de Cervantes desdeñó su nombre. El lugar en el que hacía su vida el hidalgo Alonso Quijano el Bueno. Juan Ramón Jiménez aceptó a Argamasilla como un emblema absoluto de la Mancha quijotesca. Y trasladó el paradigma de la térrea llanura manchega a la ondulada llanura del mar. Viajando ya a Estados Unidos, y continuando con la escritura de su ‘Diario’, en el barco fechó el poema “Argamasilla del mar”, donde afirma, tajante, tras el adverbio afirmativo: “Sí. La Mancha de agua. / Desierto de ficciones líquidas. / Sí. La Mancha, aburrida, tonta.” Después de hablar de un Sancho triste y de un Quijote hambriento andando “por las eras de ocaso”, el poeta se ofrenda devotamente al mar: “¡Oh mar, azogue sin cristal; / mar, espejo picado de la nada!”
El libro va avanzando, y nos topamos con un poema en prosa, fechado en Nueva York, que se titula precisamente “Garcilaso en Nueva York”. Aunque en este poema la Mancha no está presente, nos contentamos con el cercano ámbito de Toledo. La primavera que Juan Ramón vive en la gran metrópoli americana la asocia con la lectura del endecasílabo garcilasiano: “En ningún libro, en cuadro alguno, en ninguna insinuación de aquí hay una frescura, un verdor, una suavidad, un rumor, una transparencia más igual a la de esta primavera que en estos once versos de Garcilaso”. El poeta se confabula con la mirada que el propio Garcilaso dirigió a Toledo en un abril. Yo quiero decir aquí que, coincidiendo con el rico juicio de mi amigo Antonio Lázaro, especialista en Jorge Manrique, Garcilaso, poeta toledano, no es el arquetípico poeta español, ya que sus versos son italianizantes; de rebote, también los de Juan de la Cruz, grandemente influido por el poeta militar.
Jorge Manrique escribió una poesía circunscrita a unos presupuestos estéticos y de voz natural auténticamente castellanos. Y aunque no toledano, vivió en la capital, habiéndose casado con una toledana; residió en el Palacio de Fuensalida. Sin embargo, Toledo no le guarda la debida memoria, no lo tiene como a uno de los suyos, mostrando el gran fervor exclusivo, si bien muy merecido, a Garcilaso de la Vega.
Ya Juan Ramón Jiménez regresa a España y desde la costa andaluza se acerca en tren hasta Madrid, en pleno estío, el 1 de julio. Cruza la Mancha y surgen dos poemas: en primer lugar 'Amanecer', y pocas horas después 'Mañana'. En el primero, la palabra poética que refleja la realidad es cabal: “El sol dora de miel / el campo malva y verde”. La brisa de esas primeras horas “rinde, fresca y blanda, / la flor azul de los vallados cárdenos.” Detalles plenos de exactitud, muy bien recibidos para los que conocemos el terreno. Yo una vez quise fijar la definición de la Mancha y me salió una especificación parca: “La Mancha es llanura y viña”. Aquí faltan más ajustados términos definitorios. Juan Ramón Jiménez da completamente en el clavo, definiendo La Mancha como “roca y viña, loma y llano”. Porque la Mancha no es sólo tierra fértil, sino asimismo pedregal. Un paisano decía, con atractiva exageración, que en La Mancha las piedras crecen. Y no es sólo llanura, no entrando la montaña, pero sí abundantes lomas.
El poema 'Mañana' es en prosa, y para los no avezados, lo que no es mi caso, situar la exacta ubicación les resultará imposible. Después de Villasequiulla de Yepes, la vía deja a la derecha una antigua cementera, que todavía funciona y que ya tiene más de cien años. Era una fábrica donde trabajaban muchos presos republicanos que se habían liberado de la cárcel para redimirse con el trabajo.
Junto a la factoría, las viviendas proletarias. Una estación le daba servicio, la estación de Castillejo, donde la usina está establecida, que se llama Castillejo-Añover. Añover de Tajo queda muy lejos. Era, hasta hace relativamente poco, una estación de empalme, que aglutinaba el ramal proveniente de Toledo y el que actualmente pervive entre Andalucía, o Levante, y Madrid (dejemos las líneas de alta velocidad). En el poema, Juan Ramón Jiménez alude al “polvo inmenso”, habla de “la sombra miserable”, de unos borregos apretados “bajo el inmenso y único sol”. La última palabra es “¡Castilleejo!”, remedando la cantarina voz de ese factor de circlación que, antiguamente, anunciaba el nombre de la estación.
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