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Cada tres horas muere una persona en su puesto de trabajo. Cada tres horas, una vida se apaga en nombre de la productividad, del beneficio empresarial, del modelo económico que convierte a los trabajadores y trabajadoras en piezas reemplazables. En 2024, la siniestralidad laboral en España dejó 796 muertes y más de un millón de personas afectadas. Estas cifras no son un accidente ni una fatalidad: son el resultado de un sistema injusto que prioriza la rentabilidad sobre la vida humana.
Las muertes laborales no son hechos aislados. Son la consecuencia de un modelo económico que externaliza riesgos, precariza condiciones y erosiona los derechos laborales. El debilitamiento de la inspección de trabajo, la subcontratación en cadena y la falta de inversión en seguridad conforman un entorno en el que la vida de las personas trabajadoras es sacrificada en nombre de la eficiencia y la competitividad.
Los datos son demoledores: la construcción es el sector más afectado, con 135 muertes en 2024, seguido de la industria manufacturera (112) y el transporte y almacenamiento (98). Estos sectores comparten una característica fundamental: una alta tasa de precariedad y externalización, donde las empresas buscan reducir costes a expensas de la seguridad de sus trabajadores.
En Castilla-La Mancha, la situación no es menos grave. En 2024, 58 personas murieron en accidentes laborales en la región, de las cuales 50 fallecieron en jornada de trabajo y 8 en accidentes in itinere. En total, se registraron 27.549 siniestros, convirtiéndola en la segunda comunidad con más accidentes laborales de España. La provincia más afectada fue Toledo, con 8.959 accidentes en jornada laboral, seguida de Ciudad Real (4.922), Albacete (4.281), Guadalajara (4.207) y Cuenca (3.115). La incidencia de accidentes en esta comunidad es alarmante: casi 7 muertes por cada 100.000 habitantes.
Las principales causas de muerte en el trabajo siguen siendo evitables: caídas en altura, aplastamientos, atrapamientos, golpes con objetos en movimiento y accidentes de tráfico. Pero en los últimos años se ha sumado una nueva amenaza, vinculada a la precarización de las condiciones laborales: los infartos y derrames cerebrales derivados del estrés extremo.
No todas las muertes laborales reciben atención. Existen sectores donde la siniestralidad se oculta bajo un manto de invisibilidad. Trabajadoras del hogar expuestas a cargas físicas insoportables, migrantes en el campo sometidos a temperaturas extremas sin protección adecuada, repartidores y conductores de plataforma obligados a jornadas extenuantes sin derechos laborales básicos. La falta de contratos formales, la ausencia de inspecciones y el miedo a represalias impiden que muchas víctimas de la precariedad puedan siquiera denunciar.
En este contexto, la vulnerabilidad social y la siniestralidad laboral van de la mano. Quienes trabajan en condiciones más precarias son quienes más riesgo corren, y son también quienes menos posibilidades tienen de exigir cambios. La intersección de pobreza, migración, género y falta de derechos convierte a miles de personas en víctimas silenciosas de un sistema laboral que los desprotege.
El discurso empresarial insiste en que los accidentes laborales son inevitables. Pero no lo son. Son el resultado directo de decisiones políticas y empresariales que priorizan el ahorro de costes sobre la seguridad. La reducción de inspecciones, la insuficiencia de sanciones y la flexibilización del mercado laboral han creado un entorno donde las empresas saben que la impunidad está garantizada.
Las patronales, en lugar de asumir su responsabilidad, desvían la atención hacia debates artificiales como el absentismo laboral. Sin embargo, la verdadera crisis está en la falta de inversión en prevención, en la inexistencia de medidas de protección reales y en la precarización de las condiciones de trabajo.
Es imprescindible que la Inspección de Trabajo se refuerce con más personal, mayores recursos y sanciones severas para las empresas que incumplen las normativas de seguridad. Sin controles estrictos y penalizaciones ejemplares, la prevención seguirá siendo un trámite burocrático sin impacto real.
Las empresas deben asumir su responsabilidad directa y no delegarla en una maraña de subcontratas. En sectores de alto riesgo, la subcontratación en cadena debe prohibirse, garantizando que las empresas principales sean responsables de la seguridad de todas las personas trabajadoras en su ámbito de actividad.
Es urgente revisar los tiempos de trabajo y descanso. Jornadas extenuantes y ritmos de producción inhumanos están directamente relacionados con accidentes e infartos en el trabajo. La reducción de la jornada laboral y la implementación de tiempos de descanso adecuados deben ser una prioridad.
Los sectores más invisibilizados requieren protección específica. Trabajadoras del hogar, jornaleros y repartidores de plataformas digitales necesitan regulaciones que garanticen su seguridad y condiciones dignas. El Estado debe garantizar el acceso a la seguridad laboral para todas las personas, sin distinción de su tipo de contrato o situación administrativa.
La seguridad en el trabajo no puede depender solo de la voluntad de la empresa. Es imprescindible que las personas trabajadoras tengan voz en la prevención de riesgos laborales. Los comités de seguridad y salud en las empresas deben fortalecerse y contar con poder vinculante, de la mano de los sindicatos y organizaciones laborales.
Por último, es necesario un cambio cultural y político. La siniestralidad laboral no puede seguir siendo vista como un costo inevitable del modelo productivo. Debe ser considerada una emergencia social y política, que requiere respuestas contundentes y urgentes.
Cada muerte en el trabajo es una injusticia que podría haberse evitado. No podemos normalizar que una persona pierda la vida cada tres horas mientras realiza su labor. No podemos seguir tolerando que el sistema laboral funcione como una máquina de descartar vidas humanas en nombre de la rentabilidad.
La lucha contra la siniestralidad laboral no es solo una cuestión de derechos laborales: es una cuestión de justicia social y de dignidad humana. Necesitamos un cambio estructural urgente que no solo sancione a las empresas que ponen en riesgo a sus trabajadores, sino que transforme el modelo económico para garantizar que el trabajo nunca más sea una sentencia de muerte.
Es hora de alzar la voz. Es hora de exigir que la vida esté por encima del beneficio.
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