En la ciencia ficción, lo de menos es la ciencia, la ciencia es la excusa. Su meollo siempre es filosófico, gira en torno a alguno de esos dilemas que van con la condición humana y son intemporales, por mucho que, para plantear sus historias en unos términos razonablemente verosímiles, con frecuencia los autores del género las sitúen, literalmente, a años luz del presente. Eso les obliga a dibujar proféticamente el contexto en el que se desarrolla la trama, y hace que muchas obras del género envejezcan rápidamente o se conviertan en ucronías más o menos extravagantes. Desde la perspectiva actual, lo que menos choca de 2001: Odisea del Espacio (1968) es que veinticinco años después de lo allí previsto no se haya producido el encuentro con el monolito en la Luna, porque nadie pretendía que eso pasara de verdad. Lo que choca no es su fantasioso supuesto principal, sino lo lejos que estaban de sospechar que a los tres años del primer alunizaje (hecho que estaba a punto de producirse cuando se estrenó la película), el asunto dejara de tener interés para nadie, dibujando un panorama radicalmente diferente al que se nos presenta. Últimamente, alguna nave no tripulada revolotea sobre el satélite y se posa un rato, como si fuera una mosca, pero nada más. Desde el setenta y dos nadie ha vuelto a poner el pie allí, arruinando así uno de los postulados de la obra, el del progreso lineal y constante. Chirría eso y, sobre todo, ver el estadio colaborativo al que Kubrick creía, y todos considerábamos plausible, que habría llegado la humanidad en los albores del presente siglo. Sorprende ver cómo, en la película, unos norteamericanos anacrónicos y unos soviéticos definitivamente imaginarios colaboran armoniosamente en las misiones espaciales. Si alguna cosa denota la fallida predicción es que Occidente jamás dudó de que el mundo soviético perduraría. Era como si, al tiempo que lo temía, el mundo capitalista creyera más en el socialismo que los propios soviéticos. Y es curioso ver cómo los chinos no tenían ningún futuro en aquellas proyecciones futuristas que tan creíbles parecían entonces y tan ingenuas parecen ahora.
El futuro. No hace mucho, en el transcurso de un coloquio radiofónico entre cinéfilos —sintonizado al azar, por lo que no puedo dar más señas—, oí decir a un tipo, al que le costaba disimular su extrema juventud, que si se pudiera le gustaría viajar en el tiempo para ir a los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Esas fechas uno las asocia automáticamente con las canciones de Joselito y los suelos de los cines alfombrados con cáscaras de pipa, pero no era eso lo que él tenía en mente, su nostalgia no iba por ahí. Estaba hablando con sus contertulios de Regreso al futuro (1985), una película ambientada en aquella época, y lo que al chaval le parecía fascinante de aquellas décadas, que no conoció, era el rocanrol, los autocines, las faldas con enagua y esos veranos eternos saturados de deseo que parece documentar la película. Y también, seguramente, la fraudulenta candidez de los ochenta, que también está allí embebida. Sentía envidia de los que habían nacido en un mundo que, real o no, parecía mucho más manejable que el presente, un mundo en el que el futuro no solo no daba miedo, sino que era fuente de toda esperanza. Le habría gustado refugiarse en aquellos tiempos, decía, y añadía que lo que nunca haría si tuviera a su disposición la máquina que posibilitaba tales viajes, sería ir al futuro. Ya ves tú, precisamente al único sitio al que se va gratis y sin necesidad de alta tecnología. El futuro, aseguraba, le producía «horror». Choca, y en cierto modo duele oírle decir eso a alguien que, salvo putadas del destino, tiene toda la vida por delante, y no a un viejo desencantado y amargado, como sería de esperar. Al parecer, ese temor no va necesariamente con la edad. Ahora mismo, con independencia de que cada uno tenga sus razones, todos percibimos un olor a chamusquina flotando en el aire y sentimos las mismas ganas de echar a correr, aunque nadie sabe muy bien hacia dónde.
En general, algo nos impide deshacernos del siglo veinte. No queremos abandonar esa matriz, nos da miedo aquello con lo que nos vamos encontrando y lo que presentimos que nos espera. Es un recelo antiguo. En muchas de las películas seminales de la ciencia ficción ya aparecía un temor al futuro que casi siempre venía provocado por un progreso descontrolado, pero, al contrario que ahora, en ellas siempre triunfaban la sensatez y el optimismo. Las excusas argumentales eran simples y estaban expuestas de manera muy escueta, porque el meollo del asunto eran unos conflictos de carácter moral a los que todo el mundo era receptivo. Lo que las hace perdurables y fascina de esas historias no es su rigor científico, algo por lo que parecen apostar tochos recientes como Contact (1997) o Interestellar (2014), sino unas disyuntivas de ir por casa que, sin embargo, ponen en duda lo que creemos saber sobre nosotros mismos. Verbigracia, el carácter dual de la naturaleza humana en El hombre y el monstruo (1931), la malicia que surge en presencia de la impunidad en El hombre invisible (1933), o los peligros que conlleva retar a la naturaleza en Frankenstein (1931) o La isla de las almas perdidas (1932). La cinematografía de aquella época rebosa de obras que se alimentaban de autores humanistas, utópicos y, en definitiva, optimistas como Mary Shelley, R. L. Stevenson o H. G. Wells. Y, al contrario de lo que ocurre con las películas actuales, que a menudo recurren a tramas abstrusas y un realismo visual apabullante para atraer la atención de un espectador resabiado y fatalista, en aquellas fábulas nadie se preguntaba, ni a nadie le interesaba saber, de qué estaban hechas las respectivas pócimas que hacían que un ciudadano ejemplar se transformara en un ser depravado o que otro desapareciera ante los ojos de los demás, ni tampoco cómo obraba otro sus horripilantes experimentos genéticos. El temor de que cualquiera de esas cosas pudiera suceder era suficiente, y a partir de ahí se trataba de ver cómo se les hacía frente para restablecer la normalidad y marcar los límites éticos del avance tecnológico.
El mundo temblará, una película francesa de 1939, parte de uno de esos supuestos sustanciales especialmente inquietante. El científico majareta de turno inventa una máquina que puede predecir el momento exacto en que morirá aquel que se haga analizar por ella. Es un artefacto de risa, hecho con apenas cuatro interruptores, dos arcos voltaicos y un osciloscopio, pero eso a nadie le importa. Una vez la inquietante idea ha penetrado en la mente del espectador, este se siente seducido por la historia, por las lucecitas y los ruidos del cacharro y las ridículas maniobras del protagonista. ¿Quién querría saber cuál será el momento exacto de su propia muerte? Algunos hay, como vamos viendo a medida que avanza el argumento, pero esa no es la cuestión. Si todo el mundo supiera cuándo va a morir, la humanidad se autodestruiría. La película es suficientemente hábil como para dejar que cada uno llegue a esa conclusión por sí mismo, pero, por si acaso, llegado un momento nos lo dice de un modo explícito. «Hasta ahora los hombres han estado trabajando no para el hoy, sino para el mañana», dice uno de los personajes. «Toda nuestra civilización se basa en la esperanza. Conocer cuando morirás es vivir sin esperanza», sentencia. Lo que en los años treinta del siglo pasado era delirio imaginativo es ahora mismo una realidad inquietante. Estamos empezando a actuar como si nos hubieran predicho el momento preciso de nuestra muerte colectiva. Nos sentimos paralizados ante el alud de mensajes desalentadores que nos llegan de todas partes, y para algunos la única salida sería disponer de una máquina del tiempo que les permitiera refugiarse en un pasado presumiblemente acogedor. Pero confiar en las máquinas que crean milagrosos atajos no parece una buena opción. En El mundo temblará, como en todas las historias de ese corte, el científico muere a manos de su creación. La máquina, a su vez, es destruida, y cada cual se enfrenta a su particular incerteza con mucha esperanza y un par. Pero claro, por aquel entonces nadie, o muy pocos, tenían miedo de que el futuro les alcanzase, de lo que tenían miedo era de no poder alcanzarlo, que venía siendo lo lógico.
0