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'Licorice pizza', cómo hacerse adulto en la era pop

La pareja protagonista acompañada del irascible personaje interpretado por Bradley Cooper (a la izquierda)

Ignasi Franch

11 de febrero de 2022 11:09 h

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En una cultura pop que ha estado completamente apegada a la década de los ochenta del siglo pasado, como si de un refugio emocional se tratase, ¿puede triunfar una oda a los setenta como Licorice pizza? Parece que Paul Thomas Anderson (Boogie nights, Magnolia), uno de los grandes del cine contemporáneo estadounidense, lo ha conseguido. Su última obra es una maravillosa apuesta por un cine luminoso, confeccionado con vocación artesanal como los vestidos diseñados por el protagonista de El hilo invisible. Anderson escenifica una comedia romántica agridulce, más acaramelada que amarga, con jóvenes que corren sin maquillar delante de una cámara que filma en celuloide.

La película nos transporta a 1973. Richard Nixon habitaba la Casa Blanca. También tuvo lugar una grave crisis en el suministro de petróleo, pero las malas noticias de la política y la economía no evitaban que los jóvenes de California quisiesen disfrutar. Los protagonistas de la historia son Alana y Gary. Gary es un ligón que, a pesar de ser solo un quinceañero, intenta emprender todo tipo de negocios y seducir a una mujer diez años mayor. Y Alana es esa chica que responde de manera ambivalente a los acercamientos de él, mientras busca maneras de abstraerse (o escapar, matrimonios ventajosos mediante) de las asfixias de la casa familiar.

El autor de Vicio inherente ofrece bonitos hermanamientos de narrativa visual y canciones de la época. La industria del entretenimiento es una fuente de goce potencialmente nostálgico, pero también es un lugar de donde emergen pequeños monstruos retratados de manera carnavalesca y por las risas. Sean Penn interpreta a un trasunto de William Holden, un galán un tanto decadente, que parece decidido a aprovechar su fama para acostarse con una Alana que se deja seducir. Y Bradley Cooper encarna a un personaje real con nombres y apellidos, el excéntrico productor Jon Peters, que aparece como un personaje impulsivo e irascible que añade color al carnaval. La realidad adulta no parece un objetivo del todo deseable, sino un lugar raro y un poco peligroso: te puede esperar un anticipo de la brutalidad policial, una jefa chiflada (inspirada en la actriz Lucille Ball) o un vistazo al sufrimiento de vivir la homosexualidad en un mundo heterosexual.

Quizá hay algo fetichista en esta recreación de una década y de unos paisajes suburbanos concebidos como espacios de una cierta libertad, donde Gary y sus amigos (no tanto Alana) campan a sus anchas. El resultado es una gran película, por valor artístico y por duración. En una entrevista para The New York Times, Anderson afirmaba creer que las películas funcionan mejor cuando no superan las dos horas. El realizador de Magnolia vuelve a superar esa frontera con los 133 minutos de Licorice pizza, pero seguramente habrá pocas quejas: son 133 minutos de ternura y de ilusión contagiosa. Aunque algunas de las sonrisas puedan venir acompañadas de una cierta incomodidad.

Un caramelo con sal

Las comedias de adolescentes en proceso de iniciación a la vida adulta han sido a menudo material sensible. El empeño es siempre discutible: ¿cómo conjurar el espíritu de niños y adolescentes desde la vida adulta? El elemento amoroso dificulta más las cosas: la historia del cine romántico de todos los tiempos incluye un buen número de narraciones grimosas que incluyen acosos y engaños vestidos de gran romance. Como ejemplo reciente, podemos recordar aquella Passengers aparentemente poco consciente de su trasfondo inquietante.

Hacía años que Anderson no filmaba una comedia romántica. Veinte años atrás, estrenó Embriagado de amor, donde retrataba de manera amable y marciana un personaje perplejo respecto al mundo y proclive al estallido de ira. Sin un protagonista que fantasea con machacar cabezas, Licorice pizza nace con la intención de ser entrañable desde su mismo título (traducible como “pizza de regaliz” en alusión a los elepés de vinilo). Es una comedia romántica de verbos afilados pero también de gestos, muchos gestos. Y de correrías por las calles que transmiten esperanza y anhelo de vivir. Pero no deja de arrastrar la situación delicada de la gran diferencia de edad entre los personajes.

Aunque Alana lleve en buena medida el peso de la narración, Anderson parece concebir el filme desde la perspectiva del adolescente que quería ser mayor. Al parecer la madre de la actriz protagonista, Alana Haim, del grupo Haim, fue una profesora y amor platónico del cineasta en su juventud. Y el realizador ha hablado de su misma juventud como la de un chico que quería ser mayor, por voluntad propia y sin que nadie le forzase a ello. Quizá el responable de Sydney ha conjurado mediante su nuevo filme ese pasado feliz de fantasías que probablemente debían hacerse realidad solo hasta cierto punto para seguir siendo bonitas.

En la película, Alana es quien mantiene el control de la situación. La detentadora del poder que, a veces, transige. Por la insistencia de Gary o, sencillamente, porque quiere. En un momento dado, la protagonista se pregunta si no es un poco extraño que ella pase tanto tiempo con Gary y sus amigos, con los que no parece desentonar demasiado (salvo cuando hacen bromas muy pueriles). De alguna manera, las fronteras de edad se van haciendo más difusas. Entre la escenas tiernas, tronchantes, emergen también los celos, las discusiones, las exigencias con aires de chantaje… Porque quizá Anderson ha querido confeccionar un caramelo fílmico, pero los dulces suelen llevar también sal para potenciar el sabor.

Anderson reivindica que no hay nada provocativo en el filme, que no se ha cruzado ninguna linea. Tiene algo de peculiar cómo maneja las tensiones entre los personajes intentando rehuir la posible deriva creepy, pero sin abstraerse de una sexualidad que hace acto de presencia. Por el camino, el autor intenta preservar y conjurar una cierta inocencia. Una inocencia no exenta de hormonas, tal y como la entendería una persona adolescente con una sexualidad en desarrollo. Por el camino, emergen algunas fricciones y colisiones. Madurar conlleva también unas cuantas decepciones, expectativas incumplidas, concesiones y heridas... En una entrevista concedida a The Guardian, el cineasta bromeaba sobre lo que le esperaba tras su empeño en ser mayor: “Mi padre nunca me dijo: Ah, por cierto, esto se va a convertir en algo mucho más complicado y mucho más duro”.

Licorice pizza mantiene una relación peculiar con la juvenilización aparentemente crónica del audiovisual pop actual. Por una parte, encaja con el apego a pasados no necesariamente vividos. Por otra parte, resulta curiosa porque la audiencia masculina puede tender a identificarse con un chico que quiere ser adulto, cuando la industria de las imágenes parece empeñada en saciar la sed del Peter Pan más apegado a sus juguetes y contribuir a retenerlos en una pubertad artificial permanente. Quizá Alana es una representante más fidedigna del pop actual. La adulta que se divierte con chavales y, aunque sienta dudas, parezca dispuesta a quedarse ahí, con Gary. Como si estuviese a punto de dejarse llegar y seguir el lema del protagonista de la comedia ochentera Risky Business: “De vez en cuando hay que saber decir ‘pero qué coño’. Y tomar una decisión, pase lo que pase”.

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