Miguel Gomes, el director portugués que mira al colonialismo y lucha para que el cine “no sea un pequeño dictador”

El poder de Hollywood para crear imaginarios es indudable. El lejano oeste se ha contado desde las películas de John Wayne, y ha costado décadas que hubiera hueco para otros relatos que no fueran los maniqueos que dividían entre los vaqueros buenos y los indios salvajes. Un imaginario que, además, daba el poder de la narración a los vencedores y ponía como enemigos a aquellos que habían sido expulsados de sus tierras. No ha ocurrido solo con su propio país. La mirada occidental del cine ha contado países y continentes con todos los clichés de su mirada de superioridad y de turista.
El cine ha sido un arma colonizadora, y lo ha hecho también con el lenguaje. El inglés se ha impuesto como idioma para todas las historias. Daba igual que no se hablara en los países que representaban, para Hollywood era más importante que se escuchara su lengua que la fidelidad histórica. ¿Por qué se ha aceptado que una película como Memorias de una Geisha o La lista de Schindler se ruede en inglés? La dominación cultural de EEUU es tan grande que se ha tomado como normal lo que debería ser hasta ridículo.
Es por ello que la última película del cineasta portugués Miguel Gomes funciona como corte de mangas a esa dominación cultural y lingüística que ha impuesto Hollywood. El director, que siempre ha mirado al colonialismo en sus filmes —con Tabú como gran ejemplo—, vuelve al tema en Grand Tour, que se apropia de los códigos del cine de aventuras del Hollywood clásico para darle la vuelta y ofrecer una mirada anticolonialista. Lo hace siendo a la vez homenaje a aquellas películas y revisión inteligente y hermosa.
Grand Tour cuenta la historia de un funcionario del imperio británico en Rangún en 1917. Pero la propia configuración del personaje es atípica. Es un hombre cobarde que huye de su enamorada, que aquí es la que toma la iniciativa y le busca para que cumpla con su promesa de matrimonio. Si la propia historia ya es un giro, más lo es su decisión de que los personajes británicos nunca usen el inglés. El portugués se impone como lengua que vehicula la historia en lo que suena a ajuste de cuentas. Pero Gomes nunca subraya ni da sermones, todo es sutil en este hermoso collage que mezcla imágenes documentales del presente de los países por los que viajan sus personajes y que no duda en mostrar el artificio del cine, de subrayar que el espectador se encuentra, ante todo, viendo una ficción.
Un filme que nace de un par de páginas de un libro de Somerset Maugham, el relato de una pareja que inspiró a Gomes como punto de partida. Esa pareja le remitía “a todo un imaginario creado por la literatura y el cine”. Por eso, cuando en Cannes —donde ganó el premio al Mejor director— le decían que su película era la más arriesgada y experimental, él respondía que “a la vez no había otra que estuviera tan cerca del imaginario del cine clásico, del cine de aventuras de Hollywood de los años 30 y 40, que era más interesante que lo que se hace allí hoy en día”.
No creo que las imágenes de hoy puedan corregir las del pasado, pero hay un juego entre ambas que puede ofrecer cosas interesantes
Pero por mucho que haya mamado ese cine, no puede evitar que su personalidad convierta su película en algo alejado de aquellas obras. “Soy portugués y no vivo en el Hollywood de los años 40, así que es imposible, porque las películas son producto de su tiempo”, explica Gomes que sabe que la imagen de un país puede depender de lo que el cine ha mostrado: “La mirada occidental inventó un imaginario de Asia. Una Asia de fantasía para el público de occidente. Yo quería trabajar con ese imaginario para ofrecer algo distinto. No creo que las imágenes de hoy puedan corregir las del pasado, pero hay un juego entre ambas que puede ofrecer cosas interesantes”.
Se niega a que sus películas sean “de denuncia”, porque si algo odia es “dar la misa al espectador y decirle quiénes son los buenos y quiénes los malos”. Cree que su cine “da las herramientas para que el espectador llegue a sus propias conclusiones, que pueden ser muy distintas entre sí”. “En una sala de cine no soy un héroe anticolonialista ni estoy a favor del colonialismo. Habrá gente que quiera que mi película fuera más clara como crítica al colonialismo y se vayan a enojar conmigo, pero vivo bien con eso, porque lo más importante es que el cine no se convierta en un pequeño dictador, porque puede serlo. Hay que ir en contra de eso. Hay que dar la oportunidad a la gente de llegar a sus propias conclusiones y no que la película te diga lo que tienes que pensar”, asevera.

Aunque no pontifique, está claro que el tema del colonialismo le interesa, porque vuelve a su cine una y otra vez. Confiesa que lo considera “una realidad histórica ante la que no se puede cerrar los ojos”. “Hay que trabajar con eso y hacerlo a partir de una perspectiva que no puede ser la misma que existía hace 50 años. Y digo 50 porque fue el momento de la revolución en Portugal y de una descolonización que fue muy tardía”, explica y acepta que no es casualidad que sus personajes no hablen inglés.
“Los productores me dijeron que si poníamos personajes británicos podíamos tener actores famosos americanos o ingleses. Yo dije que no, y que íbamos a tener muchas lenguas, pero que el inglés no iba a ser una de ellas. Siendo honesto, que los ingleses hablen portugués en la película me parece muy divertido, pero por supuesto que tiene una dimensión política, porque el inglés continúa siendo la lengua que manda sobre el resto, y nos obligan a hablar inglés. Pero en mi cine no, y además hay una cosa maravillosa llamada subtítulos”, dice con sorna.
Gomes también deconstruye ese imaginario del cine clásico al mezclar las bambalinas reales de esa reproducción, pero también intercalando imágenes reales de los países que visitan la pareja protagonista. Los define como “los extremos del cine el mundo fabricado, inventado, que existe con sus propias reglas, y el mundo real”, porque “al cine no vamos a ver la vida real”, sino a vivir experiencias que nos sirvan para esa vida: “Yo aprendí mucho sobre mi vida en las salas de cine. A veces las películas hacen demasiado esfuerzo para intentar convencernos de algo que es una tontería, que es que pensemos que estamos dentro de una realidad, de la vida real. Pero el cine no es la vida, y es mucho mejor que sea así”.
1