Steven Soderbergh cuenta una película de terror desde los ojos de un fantasma en su última travesura, ‘Presence’

Si hay un subgénero de terror que guarda una simpatía obvia por el asesino este es el slasher. Hasta el punto de prácticamente nacer con una secuencia donde la cámara abrazaba el punto de vista del psicópata, en un plano subjetivo que seguía su paciente deambular por una casa hasta sorprender a sus víctimas teniendo sexo, y pasar a acuchillarlas. El gran impacto del prólogo de La noche de Halloween, estrenada en 1978, radicaba en lo que ocurría justo después, cuando la cámara se despegaba de esta perspectiva para dejar ver que el asesino solo era un niño, un jovencísimo Michael Myers. Pero, al margen del giro y de la ostentosa presentación de un icono, resultaba sintomático de por quién preferiría tomar partido desde entonces este tipo de cine.
Sus atractivos suelen basarse, por tanto, en el carisma del psicópata y lo delimitado de la fórmula, que aboca a múltiples víctimas en un sádico bodycount donde solo se necesita una superviviente (la final girl) para garantizar otro enfrentamiento en la inevitable secuela. Hay una parte del espectador, entonces, que forzosamente disfruta con los progresos del Michael Myers de turno, y extrae placer de seguir sus pasos quitándose adolescentes ruidosos de en medio. Por eso el año pasado resultaba tan curioso que el reclamo publicitario de De naturaleza violenta fuera “narrar una historia desde el punto de vista del asesino”. ¿No era eso lo que llevaba haciendo el slasher desde los 70?
Claro está, el muy estimable film de Chris Nash era más complejo que eso. Aparte de prescindir del asesino enmascarado en alguna escena que otra, lo que pretendía De naturaleza violenta era retocar un elemento fundacional del subgénero como es la satisfacción voyeur del espectador para plantear un seguimiento más profundo y fidedigno. Nash se plegaba al “ritmo” del asesino —a unos andares tan pesados y rutinarios como los de Myers— vaciando su película del ruido y los simulacros de argumento que el público esperaría de un producto comercial. De naturaleza violenta es una película lenta hasta lo irritante, en resumen, porque su apego a la perspectiva de ese ser violento y trágico termina siendo capaz de matizar y retorcer las recompensas esperables de su etiqueta.
Presence no es un slasher pero se ajusta a este rigor, que bien puede resultar ingrato si —como ha sido su caso y el de tantos otros estrenos de terror— el ruido mediático asegura emociones fuertes. Lo de que varias personas tuvieron que abandonar la sala por el estrés, y demás. Presence inauguró el Festival de Sitges y ha sido distribuida por Neon en EEUU —el sello indie que trajo los últimos films de Osgood Perkins, Longlegs y The Monkey—, aunque no deberíamos llevarnos a engaño por ello. Presence quiere ajustarse a la perspectiva de un fantasma, vale, pero esto hay que ajustarlo a su vez a la visión artística de un director conocido por un ímpetu experimental alérgico a las convenciones de Hollywood. Si dirige Steven Soderbergh, debemos esperar algo más que miedo.
Los ojos sin rostro
La argucia de “una historia de fantasmas contada a través de los propios fantasmas” es tan antigua como la de los asesinos del slasher, y ha deparado títulos tan famosos como Bitelchús, El sexto sentido o Los otros. Lo novedoso de Presence estriba en cómo se plasma visualmente esta perspectiva, remitiéndonos tanto al prólogo de La noche de Halloween como a una estrategia recurrente en el cine de siempre. Así pues, la presencia de Presence focaliza el punto de vista del espectador con un plano subjetivo que planea de un lado a otro de un edificio, a través de largas tomas donde —al ritmo de la observación del fantasma—, conocemos las particularidades de la familia que acaba de mudarse a una casa sin saber, vaya, que está encantada.
Este plano subjetivo canaliza la mirada de un personaje que no vemos porque su mirada se convierte en la nuestra, y Presence no es ni por asomo la primera película que se rueda íntegramente desde esta escala. En 1946, sin ir más lejos, La dama del lago proponía que adoptáramos el punto de vista del detective Philip Marlowe a lo largo de uno de sus casos. De esta forma se intensificaba el suspense de los interrogatorios —el rostro de los sospechosos acaparaba el encuadre— tanto como la inmersión del público, en lo que no dejaba de ser, sin embargo, una tímida variación del cine noir que tanto se estilaba en la época. Lo cierto es que este tipo de plano ha sido más sugerente cuanto más se tambaleaban a su alrededor las categorías sobre cómo hacer y experimentar el audiovisual.
Bien lo sabe Soderbergh. Este cineasta ha dedicado toda su carrera a jugar con los formatos, los géneros y los medios de producción, a un ritmo estajanovista que le ha movido a no dejar de evolucionar en direcciones caóticas desde que ganara la Palma de Oro por su debut a la dirección, Sexo, mentiras y cintas de vídeo, en 1989. Seguramente Soderbergh se sintiera muy estimulado en los 90 cuando Kathryn Bigelow, en Días extraños, mostró una tecnología que permitía experimentar en primera persona los recuerdos de los demás. En forma de grabaciones frenéticas y, a la postre, adictivas, que venían acompasadas por el creciente arraigo de los videojuegos en la cultura popular.

El “plano fantasmal” de Presence, así las cosas, recuerda sobre todo a los videojuegos en primera persona. Han sido los videojuegos, a fin de cuentas, los que han extremado las posibilidades inmersivas de la ficción. Con tal naturalidad que no sorprende que la mayoría de películas que luego han echado mano del plano fantasmal —Hardcore Henry, por ejemplo— tengan algún tipo de parentesco videolúdico. En el caso de Presence es fácil igualmente vincular los vagabundeos del fantasma, veloces y capaces de acceder a información privilegiada, a lo que sucedía en el por otro lado muy cinematográfico Beyond: Two Souls (2013), cuando manejábamos al personaje de Aiden.
Podemos deducir que estas han sido en efecto influencias de Soderbergh por su febril temperamento creativo, y aun así no bastarían para definir enteramente la propuesta de Presence. El fantasma que acecha a esta familia (liderada por Lucy Liu y Chris Sullivan) no solo se caracteriza por su dominio del espacio doméstico sino que, según va aclarando el guion, también es capaz de transgredir el tiempo. La concepción del fantasma como un ente a medio camino de la vida y la muerte conduce entonces a la posibilidad de que lo veamos como algo ajeno a las determinaciones temporales de nuestra existencia. Va más lejos de lo que podría ir ningún videojuego inmersivo.
Un experimento afortunado
Esto es finalmente lo más interesante de Presence. Tras firmar para Soderbergh la extraordinaria Kimi, el guion que el veterano David Koepp escribe en esta ocasión es tirando a discreto, ajustándose a la pequeñez de la propuesta —apenas supera los 80 minutos de metraje— y a un retrato solvente de sus personajes dentro de estos márgenes. La rutina y los traumas de este matrimonio —formado por Lucy Liu y Chris Sullivan como padres, Callina Liang y Eddy Maday como hijos— son expuestos pausadamente desde los curiosos vistazos del fantasma, esbozando una intriga que estallará con un giro final sin tampoco muchas posibilidades de quedarse en la memoria.
Presence es en fin una película muy pequeñita, una ocurrencia más en una trayectoria plagada de ellas y de una productividad insostenible —este 16 de abril Soderbergh tiene nuevo estreno, Confidencial, con Cate Blanchett y Michael Fassbender— que, por otro lado, no deja de prorrumpir en todo tipo de hallazgos. Lo que sucede con Presence es que la intuición de Soderbergh ha podido apoyarse en los videojuegos y en una limitada iconografía terrorífica para, partiendo de ahí, agitar el romanticismo del fantasma y llevarlo a otro lugar. La naturaleza de esta presencia nos habla desde luego de dolor y cuentas pendientes —es desde estos términos que el público irá conociendo su identidad—, pero también abre un espacio vanguardista en el que queda todo por hacer.

Así es como Presence recogería otro referente indudable, A Ghost Story —donde ya encontrábamos tiempos muertos y desorden pasado-presente a través de un apesadumbrado fantasma que debía resignarse a ser testigo en la ultratumba—, para por último vertebrar lo que apunta a ser toda una nueva sensibilidad en el cine estadounidense de los márgenes. Esta sensibilidad contempla seguir recogiendo géneros sobados para “enrarecerlos” —De naturaleza violenta sacudiendo el slasher con una propuesta mucho más inteligente que lo que fue nunca el fenómeno Scream— y se derrama sobre los espacios domésticos con la preocupación, acaso derivada de nuestra inestabilidad sociopolítica, de que sean más transitorios y efímeros de lo que nos gustaría.
La cámara de Soderbergh —la mirada de la presencia— repasa cada rincón de la casa con una minuciosidad que corresponde al carácter atemporal del fantasma pero también tiene algo de desesperación, de necesidad de aferrarse al hogar y no despegarse de ahí: tal y como sucedía en la reciente e infravalorada Here de Robert Zemeckis. Y por último este énfasis en la “mirada” se sustenta en la confianza de que, en el momento en que cambias de perspectiva, lo cambias todo. Es una confianza que Presence comparte con Nickel Boys: otra película reciente, esta nominada al Oscar solo que sin haber podido disfrutar de un estreno en condiciones.
Nickel Boys también se pliega a planos subjetivos —aquí de dos estudiantes afroamericanos— vislumbrando un tipo de cine donde la evolución sea inseparable del compromiso del medio con la justicia social y la vanguardia estética. Presence, con su dispositivo multirreferencial, no se queda lejos de esto. Aunque solo sea porque Soderbergh pasaba por ahí.
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