Donde se encuentra Chayanne, Hello Kitty, señoras con burros y colibríes, ahí está Mafe Moscoso
Existe un universo escrito en el que la princesa Leia y Obi-Wan Kenobi conviven con comuneras que preparan platos para los fallecidos, chupacabras, manglares y tragos de Fanta. Es un lugar plagado de desigualdades y violencias tanto sutiles como explícitas pero también de resistencias y vínculos que sostienen a sus habitantes. Mafe Moscoso es la responsable de ese mundo en el que se desarrollan los siete relatos que componen el libro La Santita que se acaba de publicar en la editorial Consonni con prólogo de Mariana Enríquez. Un nuevo título a la bibliografía de la autora, que incluye ensayos como Biografía para uso de los pájaros: infancia, memoria y migración (Iaen, Quito, 2013) y los poemarios Desintegrar el hechizo: versitos anti-coloniales y Crónica Roja (ambos en La Reci, Chiapas, 2021), todos escritos desde una perspectiva libre de ataduras.
Moscoso lleva veinte años fuera de Ecuador, su país natal. Desde que hizo la maleta y partió de allí ha pasado por diferentes ciudades europeas hasta establecerse en Barcelona, donde es profesora titular e investigadora en BAU, Centro Universitario de Artes y Diseño. Antes, consiguió el título de Doctora en Antropología por la Freie Universität de Berlín y ganó el tercer Premio Nacional de Investigación Cultural Marqués de Lozoya, entre otros logros. Su currículum es mucho más extenso –también es comadre del LAAV_(Lab de Antropología Audiovisual Experimental) en León, por ejemplo– pero solo con estos ya se muestran las huellas de su camino y también se explica su extenso conocimiento sobre temas como la cultura popular y tradicional andina que aparecen en sus escritos de ficción.
La autora explica a elDiario.es que esas diferentes migraciones hacen que se sienta, de alguna manera, “una extranjera perpetua de raza, de género y de clase”. El desarraigo que sentía cuando se sentó a escribir La Santita se convirtió, según avanzaba en la obra, en “un duelo migratorio”, define. En todos los relatos alguien muere, porque ella necesitaba hablar de pérdidas así como indagar en sus raíces. Pero no para mirar hacia el pasado sino para intentar encontrar su “lugar en el mundo, incluso si este es inventado”, desarrolla. El libro está dedicado a su abuela Lucinda –“quien es una gran narradora”, subraya– ya que las historias que le ha contado durante su vida se le aparecían según desarrollaba los relatos. “Descubrí que sus modos de relacionarse con ella misma y con aquello que le rodea tienen el maravilloso poder de desintegrar, sin ninguna pretensión, las nociones occidentales y occidentalizadas de lo que entendemos por la realidad y con ello, el presupuesto de la existencia de un centro y sus márgenes, vivos y muertos, cuerpo y espíritu”, explica Moscoso.
Esa desintegración a la que hace referencia la autora está más que presente en sus escritos, donde la cultura popular y tradicional andina confluye con la cultura pop occidental con total naturalidad. El rock, Chayanne o Hello Kitty salen en los cuentos junto a rocas que surgen del centro de la tierra, leyendas de señoras con burros, colibríes, velas benditas, somníferos y gallinas que se comunican con los humanos. Un enredo de referencias que es perfectamente comprensible para cualquiera que “haya nacido y crecido en Abya Yala [nombre acuñado por el pueblo indígena guna para referirse al continente americano antes de la colonización]”, sostiene.
“Un día te despiertas con el sol equinoccial, tomas un batido de papaya con avena Quaker producida en la empresa del hombre más rico del Ecuador –papá del actual presidente aspirante a fascista que tenemos– mientras escuchas Juan Luis Guerra en la radio de camino al mercado para que una de las señoras del puesto de hierbas te haga un ritual de limpieza con ortiga, trago y tabaco” –explica– “Con ‘el susto’ fuera del cuerpo, te comes una empanada de plátano verde con una Coca Cola y vas a ver el fútbol con tu familia, siendo consciente de que tu país, que siempre pierde en casi todo, jamás va a llegar a una final. Ese día Michael Jackson Quiñonez, nacido en Guayaquil, mete un gol. Lo festejas agradeciendo a la Virgen”.
Uno de los ingredientes de esa ensalada loca de alusiones es la telenovela Cristal, que también fue muy conocida en España en los 90 del siglo pasado, cuando esas ficciones principalmente venezolanas se hacían con el share televisivo. Hace un par de años, Moscoso escribió para (H) amor roto de la editorial Continta Me Tienes, un volumen en el que diez firmas tratan el tema de las separaciones y el desamor, un texto sobre la educación sentimental construida en base a esos idilios de la pequeña pantalla. Por supuesto, la autora no trata de romantizar las violencias –de género, racistas o de clase– que se dan en esos títulos, pero le interesan porque “en un contexto migratorio, el exceso emocional no solo no tiene cabida en el nuevo régimen sentimental como el europeo, sino que, además, o más bien dicho, precisamente por ello, es un enorme campo fértil de generación de sentimentalidades periféricas y peligrosas”. “La cursilería sin fin, los dramas agónicos son prácticas de resistencia porque no solo nos ayudan a negarnos al borramiento exigido por la sentimentalidad europea, sino que además, dejan fuera de lugar e incomodan la corrección moderna del amor y del desamor”, añade.
La denuncia social –a la turistificación masiva, las desigualdades de clase, los desastres ecológicos, el ataque contra la comunidad queer, entre otros temas– es una evidencia en sus relatos. De hecho, una editorial etiquetó –“de manera indirecta”, explica– a La Santita como “un panfleto político”. Moscoso subraya que “toda escritura es política, incluso cuando se pretende ser neutral. Además, ahora mismo ocurre un genocidio en Gaza, nadie es neutral y de hecho, el mundo nunca va a volver a ser el mismo después de esto”. No existe un problema social o hecho denunciable que le preocupe por encima de otro, pero declara: “Me duele literalmente, es decir, en el cuerpo, el sufrimiento de las vidas humanas y no humanas que sostienen el exceso de bienestar de las nuestras”.
Eurocentrismo reduccionista
Al leer el prólogo de Mariana Enríquez se sustrae la idea de que desde Europa se sigue teniendo una visión muy reduccionista de América Latina, que se contempla como un todo sin sus diferencias entre países y culturas. Para Moscoso, ecuatoriana al otro lado del charco: “El eurocentrismo no ha sabido lidiar con los fenómenos, incluidos los literarios, que escapan a sus cánones y por eso la obsesión por las etiquetas”. Su libro de poemas Crónica Roja fue catalogado como ‘realismo mágico’ cuando, en realidad, recoge noticias publicadas en el periódico Extra, que es el más leído en Ecuador. “En Europa, cierto tipo de escrituras son abordadas como mágicas, se vincula, muy posiblemente, al mismo gesto que expulsa las ontologías de mi abuela al campo de las supersticiones”, declara.
Por otro lado, también explica que hay diferentes formas de ser una persona latina en España. La realidad no es la misma para un migrante argentino, que tiene papeles principales y ha sido considerado como objeto de deseo en ficciones audiovisuales, que para un peruano, por ejemplo. “Los andinos (bolivianos, peruanos, ecuatorianos) somos tratados de un modo radicalmente diferente con respecto a chilenos, mexicanos o argentinos en el sentido de que se nos ve con desprecio”, dice. Recuerda que cuando llegó a España, el único referente ecuatoriano que aparecía en televisión era el camarero de la serie Aída al que su jefe apodaba Machu Pichu. “De hecho, al llegar, a mí misma me llamaban, de modo ‘cariñoso’ Machu Pichu que era una forma muy sutil de racismo de la que yo no era del todo consciente”. “Por lo tanto, no se puede generalizar Latinoamérica en sus diferentes capas, ni allí, ni aquí”, concluye.
La Santita se cierra con una playlist en la que caben desde El tiburón de Proyecto uno hasta Paisaje de Don Medardo y sus players. La música está presente en todos los relatos porque en todos ellos está encendida una radio, como ocurría en casa de los padres de la escritora, donde se ponía desde bien temprano durante toda la semana, aunque el séptimo día quizá variaban de banda sonora. “Muchos domingos, en lugar de la radio, sonaban los discos de Julio Iglesias de mi mamá los cuales disputaban el espacio sonoro de la casa con las bandas de heavy metal de mi hermano Raúl”, recuerda. Moscoso no fue consciente de la presencia del aparato en su libro hasta que alguien se lo comentó. “Tengo la sensación de que, durante el proceso de escritura, las canciones no fueron buscadas por mí: aparecieron solas, necesitaban acompañar a los personajes, formar parte de la historia”, explica y añade, en broma, que: “son todas muy políticamente incorrectas”: “Me temo que algunas compañeras feministas me van a retirar el carnet”.
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