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Adelanto editorial

Tres fragmentos de 'Escribir antes', el nuevo libro de Sabina Urraca

Sabina Urraca y la portada de su nuevo libro, 'Escribir antes'
19 de marzo de 2025 22:17 h

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Paraíso. Habitación pequeña, como me gusta, con estudio pequeño, como necesito. Que no haya nada que no pueda verse de un vistazo, ningún recoveco donde pueda haber algo oculto. Pero a medida que nos acercábamos en coche a la casa, blanca, sencilla pero imponente frente al mar y los pinos, vi esa otra amenaza ya imaginada: demasiada belleza, estímulos, chispazos de luz, las historias de los demás; todo ello transformándose en un tobogán untado en aceite. Me deslizo y desaparezco. Fiuuum. La novela que estoy escribiendo se difumina, queda atrás.

Es el problema: En las residencias de escritura, más que calmarme, el entorno me trastorna, me llama a gritos. Esa curiosidad me hace escribir cosas distintas al libro que tengo entre manos, entregarme a pasiones que no son la pasión a la que venía yo. Hoy se me cruza esta idea y se queda ahí como un jabalí deslumbrado: este diario, más que el diario de la escritura de la novela o de la estancia, será el relato que narre mi intento de huir de la distracción y las historias del propio entorno. El entorno corre tras de mí para engullirme, yo huyo. Y mientras huyo, lo cuento.

*

Hace poco una amiga con ovario poliquístico me contó en qué consiste su dolencia. Creo que es lo mismo que me pasa a mí con las ideas. Se me ocurren tantas que se apelotonan, se atascan y no escribo ninguna en absoluto. Luego, de pronto, y forzada por alguna cuestión hormonal (véase deadline, contrato firmado, ¿no es la adrenalina una hormona?) empiezo a sangrar alguna de las ideas. Entonces se vuelve imparable ese caudal, anega el tampón, se desborda de la compresa. Y precisamente por eso termina siendo algo descontrolado, fuera de estructuras, intuitivo. Cuando el texto o el libro ya está publicado pienso: ¿Qué he hecho? Leo párrafos de mis libros y es como si no los hubiese escrito yo. Los miro con sorpresa. Son como una gran mancha de sangre en el sofá, que se ha ido formando mientras yo hacía otra cosa. 

*

Mi madre quiere que deje de escribir autoficción. Me lo dijo en una de las últimas conversaciones que tuvimos antes de que dejáramos de hablar. Yo sigo sin tener claro lo que es. Sólo sé que sería idiota si no utilizase lo que la realidad me pone delante. Y que sería idiota si no inventase todo lo que me apetece. Pero ella ve señales de mí, de peligro, en cada texto. Recuerdo: se lamentaba al otro lado del teléfono, tenía miedo. Me pedía que moderase la brutalidad de mis textos de la misma forma en que a los trece años, el día que mi cuerpo alcanzó el peso suficiente para que me volviese a venir la regla, me sugirió que sería maravilloso que me quedara así como estaba. Así: en el peso justo para que mi cuerpo arrojase cierta normalidad, un poco de sangre. Pero muy flaca. O a mis catorce, horrorizada por lo que le estaba contando —un enamoramiento febril, doliente, por una chica del grupo de teatro— conduciendo muy rápido por la carretera hacia La Punta, la vista al frente, pálida: «Pero las mujeres no te gustan sexualmente, ¿no? ¿A que no?». Siempre ese ruego desesperado: una anoréxica funcional, lo justito para ser fértil. Una bisexual platónica, limpia. Una escritora cómoda para una madre asustada. Que escribe, pero sin pasarse.

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