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Comunidad feminista frente a la extrema derecha

Vista de la manifestación del Día de la Mujer / Olmo Calvo
22 de abril de 2021 01:59 h

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El programa de la extrema derecha es de sobra conocido: repliegue nacional, orden y seguridad, reacción punitiva, militarismo, xenofobia, aporofobia, homofobia, misoginia… Una revolución conformista que no solo obedece a factores ideológicos, sino que también tiene una raíz vivencial y un anclaje empírico evidente: la experiencia de desarraigo, la desintegración social y la violencia institucionalizada que han sufrido las mayorías sociales especialmente en estos años, combinada con una situación real de escasez de recursos y su concentración en pocas manos. La extrema derecha está logrando vehicular la rabia y el resentimiento de una parte de quienes se han sentido perdedores, y también el miedo de los que tenían algo que perder.

Con todo, lo que resulta más llamativo en su itinerario no es la movilización de esas emociones negativas sino la restauración, en toda regla, de un cierto imaginario de lo común y la confrontación con todo lo que puede fragmentarlo. Y es en este itinerario en el que el feminismo se presenta como una fuente de fracturas y desestabilización porque, para empezar, divide y pervierte la célula indisoluble que representa la familia heteronormativa y puritana. La violencia de género (que señala a la pareja o expareja como posible agresora), los derechos sexuales y reproductivos (en concreto, el derecho al aborto) y el matrimonio igualitario forman una tríada demoledora para la sagrada familia, así que la demonización del feminismo cae por su propio peso.

En los últimos años ha crecido un feminismo relacional capaz de funcionar como antídoto porque asume también el desarraigo, la desintegración social y la violencia institucionalizada como punto de partida, pero canaliza la rabia y el miedo hacia una contestación de signo radicalmente opuesto. Esto es: trabaja con el mismo material humano para apelar a una semántica de la experiencia completamente diferente. La misma conciencia de vulnerabilidad y dependencia que ha dado lugar a la extrema derecha ha encontrado aquí un tejido bien trabado para derribar sus fronteras. Me explico.

Uno. Este feminismo relacional asume la racionalidad del miedo frente a la soledad, la fragmentación y el vacío al que nos han arrastrado las políticas neoliberales. Asume las violencias sistémicas que sufrimos las mujeres. Asume la necesidad de redes y vínculos comunitarios (la misma necesidad a la que dan respuesta las iglesias, los nacionalismos excluyentes y el conservadurismo político). De hecho, parte de la vulnerabilidad y de la dependencia como condición estructural de lo que significa ser humano. Sin embargo, ni es ni puede ser conservador. Frente a todo eso reivindica un imaginario de lo común que pone en valor la revolución de los cuidados y los afectos, pero no se centra en la familia patriarcal porque, entre otras cosas, no entiende el cuidado como un ‘destino fatal’ derivado de la biología o la maternidad.

Dos. La violencia sistémica y la escasez de recursos se interpretan como el fruto de la codicia de los propietarios, los ricos y los especuladores, de manera que se opone a los procesos de desposesión, las privatizaciones y el nuevorriquismo que la extrema derecha alienta. Se articula también desde un imaginario de lo común, aunque no lo hace desde el amparo que nos ofrecen los ‘escogidos’, sino desde la defensa de los bienes comunes/públicos y de las prácticas relacionales que favorecen su gestión compartida, equitativa y sostenible. De esos bienes y esas prácticas depende el sostenimiento de la vida y la supervivencia de las mujeres.

Tres. Se asume que hay buenas razones para tener miedo, pero no al pobre, sino a la pobreza; no al extranjero, sino al exilio; no a los migrantes, sino a la precariedad y a la intemperie. O sea, que es a los pocos ricos opulentos y no a los muchos desarrapados a los que tenemos buenas razones para temer. Precisamente porque teme a los pocos y no a los muchos, a las élites y a las minorías excluyentes, este feminismo resiste la captura securitaria de nuestra vulnerabilidad que representa el Estado policial, el militarismo, el racismo institucional y el colonialismo. Esas son, precisamente, las reacciones punitivistas del poder que la extrema derecha activa frente a las emergencias que ella misma crea y/o amplifica.

Cuatro. Por esta misma razón, el refugio de las feministas no puede ser esa abstracta y fantasiosa comunidad nacional cerrada, excluyente y expulsiva que dibuja el patriotismo de banderas, sino las vivencias cotidianas de interacción, las relaciones afectivas y los vínculos que las mujeres cultivan. Los ‘bienes’ relacionales que necesitamos para vivir y sobrevivir al desamparo. Lo importante aquí no es lo que hemos sido, ni tampoco la narración épico-narrativa de lo que somos, sino lo que queremos ser en común; lo que hacemos y queremos hacer con quienes compartimos un espacio vital concreto. Por eso es siempre más integrador el expediente de la vecindad que el de la ciudadanía.

En la comunidad feminista el eje central no son los intereses personales, las robustas voluntades individuales, ni los deseos de unos pocos, sino las necesidades insatisfechas y de cuidado que tienen los muchos. De manera que, frente al narcisismo, el utilitarismo y la competitividad que solo favorece a los privilegiados, se alza la cultura de la responsabilidad, el hacerse cargo y el cuidado. Se trata de plantear los derechos propios en el marco de una ‘ética del cuidado’ que conceda un valor político a nuestras relaciones y que reconozca las deudas de vínculo que hemos contraído con quienes nos han cuidado, nos cuidan y nos cuidarán. Unas deudas que se proyectan hacia el pasado y hacia el futuro, y que superan, con creces, la visión lineal del tiempo. De modo que aquí es importante la justicia generacional: lo que le debemos a quienes han vivido antes, el deber de memoria, y lo que debemos a quienes vendrán después.

Cinco. El feminismo relacional es anticapitalista y antiproductivista. El capitalismo se apoya en la obtención del máximo beneficio posible en el menor tiempo y con el menor coste posible; crecer de forma indefinida externalizando los costes para que sean otros los que paguen las deudas (la deuda ecológica y la deuda del trabajo en condiciones de explotación). La intención es apropiarse y reapropiarse de lo común bajo el paraguas de una propiedad privada sacralizada e intocable, que deja a los más vulnerables, y a las mujeres en particular, apriorísticamente, al margen del sistema.

De manera que el feminismo tiene que defender la redistribución de la riqueza y el derecho a la subsistencia sobre el derecho a la propiedad, asumiendo que el segundo ha de protegerse solo cuando se orienta a la satisfacción del primero. Garantizar la subsistencia y los bienes comunes exige limitar los bienes privados (propiedad privada) y requiere también de la existencia de bienes públicos (evitar, por tanto, la dominación de unos sobre otros). Las políticas privatizadoras y extractivistas de la extrema derecha son el epítome del clasismo y el supremacismo, y se explican, entre otras cosas, a partir de la pretendida superioridad natural e histórica de unos sobre otros.

En suma: la extrema derecha maneja un imaginario de lo común reaccionario y excluyente que consiste en regresar a los enclaves seguros del pasado: la familia, la iglesia, la clase, el Estado, la nación y la propiedad privada. El feminismo relacional construye otro imaginario de lo común a partir de una comunidad de cuidados amplia e inclusiva, revierte el uso represivo que el poder ha hecho de esas instituciones y alza el cuerpo necesitado y dependiente frente a la lógica abstracta de la dominación.

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