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El atentado contra Carrero Blanco: legitimación “extraordinaria” para ETA y una sucesión por resolver en el régimen de Franco

En el atentado murieron Carrero Blanco, su conductor y su almirante

Rubén Pereda

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Durante muchos meses de 1973, varios militantes de ETA pulularon por Madrid sin que nadie les diera el alto. Hasta una treintena de ellos se juntó en Getafe para celebrar una reunión del comité ejecutivo. Pocos los sabían, pero por aquel entonces se fraguaba una operación que acabaría con el almirante Luis Carrero Blanco, llamado a suceder a Francisco Franco a la muerte del dictador. “Era impensable, inimaginable, por todo lo que suponía”, sostiene Antonio Rivera, que este miércoles ha presentado en Vitoria su libro '20 de diciembre de 1973. Asesinato de Carrero Blanco', en el que repasa cómo se fraguó una operación que abocó al franquismo a un final sin sucesor y que granjeó a ETA una legitimidad social “extraordinaria”.

Rivera hace una distinción importante entre las dos fases que atravesó lo que se dio en conocer como Operación Ogro. En un primer momento, ETA se propuso secuestrar al almirante para demandar la puesta en libertad de los presos políticos y, además, exigir que Televisión Española, el medio de comunicación oficial, emitiese un comunicado en el que se explicase la acción. Con el ascenso de Carrero Blanco a presidente del Gobierno, el proyecto quedó en un impás. “Finalmente se resuelve en términos de proceder a un asesinato. Esta era una idea que ya había estado en la mente de la gente de ETA anteriormente”, señala Rivera. “Más allá del asesinato de un presidente del Gobierno, que no es poca cosa, lo que ETA quería de alguna forma era tirar una piedra en el estanque, alterar la situación de estabilidad incierta que había en el momento final del franquismo y generar una conmoción que alterara el estado de las cosas”, añade.

Las consecuencias que tendría el asesinato eran tan inciertas para ETA como para cualquier observador externo, pero Rivera sostiene que desempeñó un papel fundamental en el final del régimen. “Lo que consigue, sobre todo, es desatar la confrontación interna entre las diferentes familias dentro del régimen. Carrero servía de fiel de la balanza, de las presiones encontradas de los grupos de interés”, explica. Ya sin él, no les resultó posible hilvanar un nuevo proyecto y se encaminaron hacia lo que Rivera denomina como “los minutos de la basura”: los dos gobiernos de Arias, el último de la dictadura y el primero de la democracia, que se caracterizan, desde el punto de vista del historiador, por la incapacidad del régimen. “El atentado de Carrero acaba con el franquismo, pone el punto final del franquismo, pero no es el punto de partida de la transición hacia la democracia”, apostilla.

El éxito de la operación también tuvo un gran impacto en el devenir de la banda, que se debatía entre el sector militar y el político-militar, con la violencia en medio del debate. “Había unos sectores que entendían que la violencia podía ser un instrumento para la acción política y había otros sectores que, partiendo de lo mismo, acaban considerando finalmente que el activismo violento es el alfa y el omega, la columna vertebral que articula esa cultura política que está creando ETA”, explica. En una época en la que esta concepción se enfrentaba a la de dos fuerzas contrarias a la violencia —el Partido Comunista y el Partido Nacionalista Vasco—, este atentado sirvió a la banda para mostrarles que la acción violenta sí podía cambiar las cosas. “En adelante, la violencia va a ser el santo y seña, la referencia fundamental de ese mundo hasta su desaparición en 2011”, añade Rivera. “El atentado no resuelve el final de la dictadura y lo que la va a sustituir, pero sí resuelve su propio acertijo interno, y lo resuelve dándose vida a través de la violencia”, cree.

Ese lustro 'dorado' —antes del atentado de Carrero la respuesta ante el Proceso de Burgos había sido multitudinaria y después vendría también la contestación ante las últimas ejecuciones de la dictadura— le sirvió a ETA para apropiarse del patrimonio del antifranquismo y para imbuirse de legitimidad social, según apunta Rivera. “Esta legitimidad social, extraordinaria, la va a ir administrando a lo largo de los años, conforme la va perdiendo con atentados y con acciones cada vez más incomprensibles para el conjunto social y progresivamente hasta para su propia parroquia”, abunda.

La sombra de la sospecha se cernió desde el primer momento sobre el atentado, y desde varios sectores se agitó la posibilidad de que Estados Unidos e incluso el KGB hubieran podido estar implicados en su organización. Rivera, sin embargo, espanta esos fantasmas, que carecen de sentido, en su opinión. “Salió todo tan bien habiéndolo organizado tan mal que resulta hasta increíble. Cuando los seres humanos no sabemos o no podemos esclarecer la verdad, una buena mentira resulta un recurso magnífico”, concede, pero insiste en que no existe ningún argumento sólido para sostener tal postura. “Hay una certeza muy clara, y es que tanto los servicios de inteligencia como los diversos cuerpos de policía españoles fueron incapaces de advertir el peligro emergente que tenían unos jóvenes, una organización que, aunque ya tenía unos años, iba a saltar de un activismo doméstico a un activismo a nivel nacional y que lo hicieran nada menos que con un presidente del Gobierno”, zanja.

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