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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

El coronavirus limpia la atmósfera china

Imagen aérea de la ciudad de Shangái la semana pasada durante la cuarentena por coronavirus

Zigor Aldama

Shangái —

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Desde el aire, Shanghái siempre impresiona. Esta megalópolis de 24 millones de habitantes, capital económica de China, es una gigantesca jungla de asfalto. No obstante, desde hace un mes, lo que más llama la atención no son sus rascacielos y sus autopistas elevadas hasta en cinco alturas, sino el hecho de que estén casi vacías.

Según herramientas 'online' como Gaode Map, el tráfico rodado en la ciudad ha caído en torno a un 40% en comparación con el del 25 de enero. La razón es clara: la epidemia del coronavirus que se originó en la ciudad de Wuhan ha provocado un parón sin precedentes en la actividad de la segunda potencia mundial.

Hay otras estadísticas que dan cuenta de la magnitud de este batacazo que amenaza la economía del gigante asiático. Por ejemplo, según la Asociación China de Fabricantes de Automóviles, la venta de coches entre el 1 y el 16 de este mes ha caído un 92% hasta los 4.909.

“La mayor parte de los concesionarios ha permanecido cerrada y los que han abierto apenas han recibido clientes”, ha explicado la Asociación en un comunicado que augura tiempos difíciles para la industria de automoción. En general, con casi 60 millones de personas en cuarentena y varios millones más afectadas por restricciones en el movimiento, el consumo se ha desplomado.

Por su parte, el sector manufacturero también está teniendo problemas para retomar la actividad. La falta de mano de obra, incapaz de moverse por el país, y los problemas de transporte provocan escasez de materias primas y de componentes. La cadena de suministro global se ha roto en varios puntos, y las fábricas que logran levantar la persiana lo hacen de momento lejos de su máxima capacidad. “Nosotros estamos trabajando al 40% y todavía tenemos bloqueados a 98 de nuestros 350 empleados”, comenta Antxon San Miguel, director de Operaciones de Tucai, fabricante de tuberías, en la ciudad de Ningbo.

A falta de datos macroeconómicos que sirvan para cuantificar el impacto económico de la epidemia, y que seguramente se publicarán en abril con las cifras del primer trimestre, Carbon Brief resalta en un informe uno de los pocos aspectos positivos de la infección: las emisiones de CO2 de China, el país que más contamina del mundo, se han reducido en un 25% en las últimas dos semanas.

En gran medida, eso se debe a la reducción de la demanda eléctrica, que ha dejado el uso de carbón en centrales térmicas en mínimos de los últimos cuatro años. Tanto las refinerías de petróleo como los fabricantes de acero han reducido su actividad hasta mínimos nunca vistos en el último lustro, y el número de vuelos domésticos ha caído un 70%.

Carbon Brief estima que el coronavirus ha reducido las emisiones globales de CO2 en 100 millones de toneladas, un 6% del total en ese período, y que la coyuntura actual también ha propiciado que se hayan desplomado los niveles de otros contaminantes atmosféricos: la concentración de dióxido de nitrógeno, por ejemplo, ha caído hasta un 36%. Por su parte, la OPEC estima que la crisis sanitaria podría reducir la demanda de petróleo un 0,5% entre enero y septiembre, y eso sin tener en cuenta que la epidemia podría extenderse, como está sucediendo, a otros países fuera de China.

No obstante, Carbon Brief subraya que este es un alivio temporal, ya que, obviamente, el impacto medioambiental volverá a crecer cuando China retome la actividad al 100%. Es incluso posible que empeore debido a la necesidad de forzar la producción a máximos nunca antes vistos para satisfacer una demanda que rebotará con fuerza para compensar las pérdidas anteriores. No en vano, organizaciones internacionales como el FMI o instituciones como Goldman Sachs recuerdan que a la recesión económica provocada por las epidemias le suele suceder un fuerte rebote, tanto en la actividad industrial como en el consumo.

Y otros efectos negativos del coronavirus ya se pueden apreciar en las estanterías de los comercios de alimentación: productos que antes se vendían sin embalar, como fruta o piezas de bollería, ahora están recubiertos de plástico para evitar que el Covid-19 pueda esconderse en ellos. “Hemos incrementado mucho el uso del plástico para dar confianza a los consumidores. No sé si será una medida temporal o si la mantendremos, pero no nos podemos permitir que el miedo dé al traste con nuestro negocio”, explica la joven responsable de una panadería de Shanghái, que se identifica solo como Linda Li.

En cualquier caso, otra de las consecuencias positivas que algunos esperan de esta epidemia es que se regule el consumo de animales salvajes en China. Y hay razones para el optimismo. Después de que se haya demostrado que el gigante asiático no aprendió la lección del Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS, por sus siglas en inglés), y que eso ha provocado que el coronavirus haya vuelto a saltar de animales salvajes –no se sabe aún de cuál– a seres humanos, el principal órgano legislativo de China anunció su intención de aprobar una normativa más estricta para el comercio y el sacrificio de estas especies.

Si lo hace, podría ser una gran noticia no solo para quienes temen este tipo de epidemias, sino también para especies en peligro de extinción como el pangolín. Porque una cosa es que estén protegidas sobre el papel y otra muy diferente que se destinen los medios materiales necesarios para hacer valer las leyes. El Covid-19 es un buen ejemplo de que no hacerlo puede resultar muy peligroso.

Finalmente, entre los efectos secundarios del coronavirus podría estar otro que beneficiaría enormemente a la población china. Porque son muchos los que, a raíz de la muerte del médico Li Wenliang –amonestado por advertir de la epidemia en su fase inicial–, exigen que se respeten libertades individuales como la de expresión. Y ya no es solo un discurso propio de los activistas políticos. Ha calado hondo en la población e incluso la agencia oficial Xinhua, dependiente del Gobierno, ha publicado un artículo con el titular 'dejemos que la gente diga la verdad, el cielo no se va a caer'.

Aunque esa frase está sacada de un discurso que pronunció Mao Zedong en 1962, el texto advierte sobre los riesgos de una regresión en materia de libertades como la que parece que se está viviendo desde que Xi Jinping accedió a la presidencia en 2013.

“Creí que China mejoraría su sistema político como ha hecho con el económico. Me siento decepcionado por la respuesta que nuestros dirigentes dieron en un inicio al coronavirus. Ahora quieren hacernos ver que han logrado contener la epidemia gracias a sus esfuerzos, pero nunca mencionan que, si hemos llegado a esta situación, es por culpa de su negligencia: antes que poner remedio pusieron mordazas”, critica un ingeniero de Shanghái que reconoce ser miembro del Partido Comunista. “Este golpe debería hacernos reflexionar y mejorar”, sentencia.

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