“Más prostíbulos que escuelas”: Egea Bruno analiza la prostitución en Cartagena durante los siglos XIX y XX
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En Cartagena había más prostíbulos que escuelas y más prostitutas que maestros. Es solo una de las muchas frases impactantes de este trabajo del veterano historiador que analiza en profundidad la actividad de la prostitución en la Cartagena de los siglos XIX y XX. El libro es también una aproximación a la sexualidad sin perder de vista el contexto económico, social y político de cada momento histórico. Un universo con sórdidos burdeles, casas de lenocinio, cafetines, cafés cantantes y cabarets; un submundo de mujeres explotadas, camareras, madamas, chulos y matones; todo ello en el entorno de lugares como el barrio de prostitutas por excelencia de Cartagena: el Molinete, el escenario de tanto sufrimiento, depravación y explotación.
Estamos ante la obra cumbre del cartagenero Pedro María Egea Bruno, catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Murcia, maestro de historiadores y quizá (o seguramente) la persona que más sabe de la historia de la Cartagena de los siglos XIX y XX. Y en este libro sobre la prostitución en la Cartagena contemporánea entre 1808 y 1956 lo demuestra con creces. Pedro ha publicado a lo largo de su extensa carrera una buena colección de libros y monografías sobre diversas materias de historia cartagenera, así como cientos de artículos en publicaciones universitarias de todo tipo en los últimos 50 años. Un veterano, un historiador imprescindible para comprender el pasado de esta ciudad, con un conocimiento apabullante y oceánico de todo lo que ha sucedido en la ciudad portuaria en estos doscientos años. Y este libro de 553 páginas, publicado por la editorial Nova Spartaria, está en la cima de su vida investigadora.
La presentación del libro tuvo lugar el pasado jueves 20 de febrero en los locales de CCOO de Cartagena y con gran asistencia de público, pues este tema siempre ha sido interesante en la ciudad y tiene un gran efecto llamada. Numerosas imágenes de época, que también ilustran un libro largo y denso, se proyectaron ante el público.
No es el primer autor que se anima a escribir sobre la historia de la prostitución en Cartagena. Otros autores locales se acercaron al tema en trabajos de hace años: Manuel López Paredes, José Juan García Aniorte o Francisco Mínguez Lasheras escribieron libros sobre el barrio del Molinete. Aproximaciones interesantes todas ellas, pero que se quedaron en el campo del anecdotario y no hicieron un análisis histórico y científico tan profundo como el que sí ha logrado forjar Pedro María Egea Bruno en este libro.
Con perspectiva de género
Pedro da una visión desde el profesional de la Historia, no desde el punto de vista de un divulgador al uso. Es un libro que aplica un rigor universitario y un método meticuloso, totalmente alejado de cualquier atisbo de morbo o frivolidad que estos temas a veces suscitan. Es una historia de la prostitución en Cartagena que podría ser, simplemente, una entera historia de la Cartagena de los siglos XIX y XX. Hay una historia política de la prostitución, una historia social, una historia médica, una historia del sufrimiento las mujeres y una historia local de la ciudad. Y todo ello también desde una perspectiva de género y de clase: es el retrato del sufrimiento de unas mujeres explotadas y pobres. En realidad, es la historia de las de abajo, siempre mujeres, pisoteadas por los de arriba, siempre hombres: clientes, proxenetas, policías o políticos.
El arrabal del Molinete es el escenario principal (aunque no el único) de toda esa depravación moral y explotación humana. Un capítulo entero se dedica a describir el barrio y sus vicisitudes, y por qué se ubicó la prostitución allí. Está enclavado no en las afueras, sino en pleno centro de una ciudad que hasta hace 120 años estaba amurallada, pero en lo alto de una colina que, en cierto modo, alejaba la actividad del comercio sexual de la vista del resto de la ciudad. Un barrio conocido en toda España, como lo eran todos los barrios chinos de las ciudades portuarias europeas: el Raval barcelonés o La Chanca de Almería, por ejemplo. También recordaba a Marsella o a Orán.
El Molinete
Las calles donde el comercio carnal se ejercía más regularmente eran la calle Adarve, la del Maestro Francés, la calle Balcones Azules o la Plaza de la Aurora. Y en la última época los nombres de los locales del Molinete eran muy sonoros y bien conocidos por la clientela masculina: El Trianón, Kentucky, El Gato Negro, La Puñalá… Llegaron a llamarle El Molinete Rouge, así, a la parisina, aunque aquello solo tenía un glamour cutre con luces de neón de colorines en lupanares de mala muerte y, en realidad, solo era un barrio de casas insalubres, de miseria femenina disfrazada de otra cosa, de calles tristes y oscuras a veces iluminadas por una sola bombilla que pedía a gritos una demolición que llegó muy tarde, en 1974.
Allí hacían acto de presencia las enfermedades de transmisión sexual, que era lo que más preocupaba a las autoridades de cada una de las épocas estudiadas. Sin preservativos, prevención, profilaxis ni antibióticos eficaces, aquellas mujeres sufrían sífilis, blenorragia, gonorrea, metritis, úlceras vaginales, hepatitis e, incluso, viruela. Enfermedades infecciosas, crónicas y hasta mortales. No importaban las dolencias que sufrían ellas, sino la capacidad de contagio entre los clientes. Recordemos que la población cartagenera estaba masculinizada: una ciudad militarizada con miles de hombres jóvenes que hacían crecer la demanda de servicios sexuales. A los mandos militares les preocupaban los contagios entre la soldadesca y la marinería, donde las enfermedades venéreas, que así se les llamaba entonces, causaban estragos.
En cada época las autoridades gubernamentales, sanitarias y militares de Cartagena iban regulando la prostitución con diferentes esquemas, dependiendo del momento histórico y político. Casi siempre con una doble moral llena de hipocresía. Se entendía que era una actividad imposible de abolir, que era una válvula de escape social irrefrenable y que, aunque creaba algunos problemas de orden público, porque había en esos ambientes muy alcoholizados frecuentes riñas y peleas que a veces acababan con puñaladas o tiroteos, por otro lado canalizaba muchas bajas pasiones y evitaba males mayores.
Entre la tolerancia y la represión
En ninguna de las etapas históricas, salvo en la II República, había el más mínimo interés en defender los derechos de las mujeres prostituidas a las que, además, se culpaba de su situación y no se las trataba como las auténticas víctimas sistémicas que eran. Pedro Egea dedica un capítulo entero a analizar cómo eran esas regulaciones en todas las etapas estudiadas, que oscilaban entre la tolerancia y la represión más o menos severa. En él se nos describe toda una parafernalia de reglamentaciones, disposiciones municipales, cartillas sanitarias, inspecciones higiénicas, informes médicos, historias clínicas, actuaciones policiales, gestión de altercados y listas tanto de prostitutas como de establecimientos.
La portada es verdaderamente atrevida. Aparecen dos jóvenes cartageneras de los años treinta, en un desnudo frontal e integral en una de las clásicas imágenes con las que el afamado fotógrafo Casaú comerciaba clandestinamente, pues la pornografía era otro de esos negocios ocultos y con gran demanda. La visión prohibida de esas dos pobres muchachas de clase baja que sonríen desnudas y, seguro, forzadas a hacerlo, provocaría excitación sexual masculina hace cien años, pero hoy solo producen melancolía y ternura en medio de la cutrez y la sordidez del escenario y el escaso vestuario elegido para la ocasión.
Podemos ofrecer algunos datos curiosos. El primero es que el vicio sexual no se circunscribía al Molinete. En distintas épocas hubo burdeles y casas de lenocinio en calles como San Fernando, San Vicente, la calle del Parque, la calle Caballero, la Serreta, la Plaza del Rey o la Morería Baja, entre otras muchas más. Parecería que en aquellos tiempos aparentemente tan puritanos, la prostitución se extendía por doquier, en especial en momentos de crisis económica, tan frecuentes en el convulso siglo XIX, donde la inestabilidad política y la actividad bélica de varios periodos empujaban a las mujeres cartageneras más pobres a ejercer el oficio.
Corrupción de menores
Ante un desembarco de marineros, una sola prostituta refiere 76 servicios en dos días, sin tiempo ni a lavarse entre acto y acto. En 1889, por ejemplo, había censadas 127 prostitutas en toda la ciudad. En 1921 se hace un censo en el Molinete y se reportan 77 meretrices; y en la posguerra de 1942, la ciudad que ha perdido la Guerra Civil tiene 39 burdeles con 79 chicas ejerciendo solo en el barrio del Molinete. Había también corrupción de menores, y a veces eran las propias madres las que ofrecían los servicios sexuales de sus hijas adolescentes -incluso de 13 o 14 años- a la clientela masculina. La violencia de género era generalizada: no era raro que clientes borrachos apuñalaran o dispararan a las mujeres con las que se acostaban. Lo que para unos era disfrute, para otras era pura esclavitud.
Finalmente, hay que indicar que Pedro es el maestro de muchos investigadores: con él aprendimos muchos de nosotros visión y método, y este ejercicio de alta historiografía es un trabajo de madurez ejemplar. Si yo fuera el editor, lo presentaría a algún premio nacional de ensayo o de historia, ya que estamos ante una auténtica obra maestra que merecería algún tipo de reconocimiento más allá del círculo de atención habitual en una monografía local de este tipo.
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