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Lecciones gallegas

El candidato del PP a la Xunta, Alfonso Rueda, celebra la victoria electoral.
19 de febrero de 2024 22:40 h

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Las elecciones gallegas suponen un éxito sin matices del PP. Que no se explica, como se desprende de algunos análisis previos al 18F, por la ley electoral. Nada puede ocultar la hegemonía persistente del PP, que se ha mostrado como un referente sólido del galleguismo conservador. No solo de derechas y no únicamente del mundo rural. 

Además de las lecturas locales, las elecciones gallegas nos dejan algunas lecciones universales que no deberían pasar desapercibidas. Quizás la más trascendente sea que la realidad no es la disonancia cognitiva que nos empeñamos en dibujar dentro de las burbujas políticas y mediáticas cada vez que hay elecciones. Sucedió en las municipales de mayo pasado, luego el 23J y ahora de nuevo, por tercera vez en pocos meses. De no obviar esta enseñanza depende que seamos capaces o no de aprovechar las lecciones que nos envía la ciudadanía.

La primera viene de la mano de un fenómeno que se da en toda Europa, la diferencia significativa entre voto rural y voto urbano. Los resultados del PP en las ciudades no son nada despreciables. No es posible obtener una amplia mayoría absoluta sin tener penetración electoral allí donde vive la mayoría de la población. Pero el PP construye su hegemonía a partir de la gran penetración en los concellos rurales. La relación entre porcentaje de voto obtenido por cada partido político y la dimensión de los municipios mantiene una correlación casi perfecta. Me parece intuir que eso responde al “clivaje”, división entre rural y urbano, que siempre ha estado muy presente en España en los procesos electorales, pero que en los últimos años ha adquirido más fuerza. Deberíamos prestarle atención porque, tal como apuntan las recientes movilizaciones agrarias en toda Europa, puede adquirir perfiles de conflicto social.

La segunda lección nos llega de la mano de los excelentes resultados del BNG. Confirman una tendencia de fondo, que se da también en Euskadi con Bildu y en Irlanda con el Sinn Fein. A pesar de las diferencias que existen entre ellos, un hilo conductor recorre el mundo de los partidos soberanistas e independentistas. En los últimos tiempos han apostado por reforzar su perfil social y moderar su discurso nacionalista. Con ello están aumentando su penetración en sectores sociales muy amplios. 

Parece ser una corriente de fondo global que les permite compatibilizar el eje social con el nacional sin generar muchos anticuerpos. Con respuestas pegadas al territorio para problemas que son globales. Quizás, solo quizás, este éxito tenga su origen en un fracaso previo. Me refiero al reflujo del espejismo soberanista, en un mundo globalizado e interdependiente, algo que los británicos están aprendiendo de manera traumática.

De la mano de esta lección nos llega una tercera. Como sucede en otras comunidades, los resultados de las autonómicas gallegas presentan claras diferencias con las municipales –en las que priman los factores locales– y las generales. Eso se advierte especialmente en aquellas CCAA con un factor “diferencial”. Aunque su mayor o menor éxito depende de diversos factores y momentos, en todas hay un actor político que representa esta opción. 

En un contexto en que el bipartidismo perfecto se ha debilitado y se configura un escenario de bloques, este mapa electoral fragmentado adquiere importancia. En el bloque de las derechas impera un concepto cerrado de la unidad de España que a la vez es negacionista de otras identidades que no sean la española. Eso facilita su articulación única alrededor del PP, con la única molestia del furúnculo de Vox que lo complementa a la vez que lo radicaliza.

Las opciones regionalistas conservadoras, que en algún momento tuvieron fuerza, han ido perdiendo musculatura. Es el caso del PAR aragonés, la UPN navarra, o el guadiana del Foro Asturias. Ya nadie se acuerda de la Unió Valenciana de finales del siglo XX. Eso facilita al PP su penetración homogénea en todas las CCAA, excepto en las que tienen una identidad nacional muy potente, Catalunya y Euskadi. 

En cambio, en el bloque de las izquierdas, que asume la plurinacionalidad de España, pero ni la organiza ni la vertebra, se está abriendo un escenario en el que solo es posible garantizar las mayorías a partir del reconocimiento de esa plurinacionalidad. Para encarar este escenario complejo no es suficiente con tener grandes habilidades tácticas. Las izquierdas estatales deberían profundizar su proyecto federalista, quizás la única manera de hacer compatible la diversidad de opciones con la mayoría del bloque de izquierdas progresista. 

Por último, estos días diferentes análisis han insistido en el papel que juega la cercanía y la proximidad en el éxito del BNG. Y se han identificado estas virtudes con la figura de Ana Pontón. Seguro que su papel de liderazgo resistente y perseverante, además de tranquilo, ha sido importante, pero me parece que lo más determinante para los resultados es la proximidad y la cercanía del BNG como organización. 

Esta parece ser una lección universal que va más allá de Galicia. Las grandes disrupciones tecnológicas han provocado la crisis de las estructuras de mediación social tradicionales: partidos políticos, también organizaciones sociales, sin obviar los medios de comunicación. 

Se trata de una crisis de transformación de las formas analógicas de intermediación, que algunos han querido enterrar definitivamente de manera prematura y sin tener alternativas. Se ha pretendido con un ingenuo tecno optimismo su sustitución por formas de intermediación digital en exclusiva. 

Hace tiempo que nos llegan evidencias del error de apostarlo todo a la digitalización de los espacios políticos, enterrando las formas analógicas de organización política. Para canalizar la indignación los instrumentos digitales sirven, en la medida que permiten una intensa y rápida conexión emocional. Pero la indignación se desconecta de la política a la misma velocidad con la que se conecta. La política continúa precisando de formas de intermediación más estables que, de momento, solo garantiza la cercanía y la proximidad a la ciudadanía. 

Eso no obvia reconocer las dificultades de construir organización, especialmente a las fuerzas políticas a las que la disrupción digital les ha pillado en época de crecimiento. Además, se produce un desacople entre los ritmos maratonianos que requiere construir organización y la velocidad en que se mueven los momentos políticos de la era digital.  

En todo caso es oportuno tomar buena nota de que en toda Europa los partidos que mejor están encajando el impacto de la digitalización son los que mantienen estructuras con arraigo en su territorio y trabajan la cercanía y la proximidad. Los liderazgos personales son importantes, pero los lideres que sobreviven en el tiempo son aquellos que combinan la fuerza del liderazgo personal con la solidez de la organización que lo sustenta. 

Una cosa es que los partidos analógicos utilicen formas de comunicación digitales y otra que esa pueda ser su única forma de relación con la ciudadanía. Quizás en el futuro la crisis de transformación de la intermediación política conduzca a formas exclusivamente digitales, que ahora no somos capaces de imaginar, pero de momento la organización estable y los vínculos de cercanía y proximidad con la ciudadanía continúan siendo imprescindibles. 

Sólo con organización no se garantiza el éxito, pero sin organización el fracaso está garantizado, aunque venga camuflado de momentos estelares que, como la indignación, se consumen muy rápidamente y se evaporan a la misma velocidad. 

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