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Ucrania: una paz envenenada

El presidente ucraniano Volodimir Zelensky (izq.) con el enviado especial de EEUU, Keith Kellog en Kiev.

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Tres años después del inicio de la invasión rusa que dio lugar a la guerra en Ucrania, el reelegido presidente de EEUU, Donald Trump, que había prometido terminarla en 24 horas, ha puesto en marcha una iniciativa para llegar a un acuerdo de paz cuyas condiciones se fijarán –al menos al principio– mediante conversaciones bilaterales entre EEUU y Rusia, mientras Ucrania –que es el objeto de la negociación– tendría un papel pasivo, forzada a aceptar lo que ambos acuerden, so pena de perder cualquier apoyo de Washington.  Europa tampoco se sentaría a la mesa de negociación, a pesar de que ya se adelanta que tendrá que encargarse de garantizar la seguridad de Ucrania una vez concluido el acuerdo, enviando fuerzas de interposición, porque EEUU no va a hacerlo, y también de pagar toda o la mayor parte de la reconstrucción del país, que actualmente se evalúa en 500.000 millones de euros.

Lo peor es que Trump ya ha hecho saber, por boca de su Secretario de Defensa, Pete Hegseth, en la reunión de ministros de defensa de la OTAN en Bruselas el 12 de febrero, que no es realista que Ucrania ingrese en la Alianza Atlántica, ni que las tropas rusas vuelvan a las fronteras de 2014. En la primera reunión bilateral, que tuvo lugar en Arabia Saudí el 18, a nivel de ministros de asuntos exteriores, no solo se habló de Ucrania, sino que se acordó ya el restablecimiento de las relaciones entre EEUU y Rusia para buscar una futura cooperación económica y política. Es decir, el presidente ruso, Vladimir Putin, antes de negociar, ya ha conseguido sus tres objetivos más importantes: que Ucrania no entre en la OTAN, retener Crimea –y probablemente el resto de los territorios ucranianos que ocupa– y reconocimiento político de sus intereses por parte de la primera potencia del mundo. Probablemente si esto se hubiera concedido cuando Putin lo pidió, en noviembre de 2021, no habría habido guerra.

'America First'

Lógicamente, la radical alineación de Trump con la posición de Putin ha causado sorpresa y enorme disgusto en sus aliados. Pero no deberían sorprenderse tanto. Trump no es una anécdota en la historia de EEUU; el único cambio real respecto a sus predecesores –al menos en lo que a política internacional se refiere– es que no respeta las formas y actúa con absoluta desfachatez. Pero debemos tener memoria. Richard Nixon y Gerald Ford apoyaron los golpes de estado de Pinochet en Chile (1973) y de Videla en Argentina (1976). George W, Bush invadió Irak (2003), alegando unas armas de destrucción masiva inexistentes. Barack Obama –flamante Nobel de la Paz– no tuvo ningún problema en abandonar a su suerte a la oposición al régimen sirio (2013) – después de haberse comprometido a intervenir si Al-Assad usaba armas químicas–, ni en reconocer la soberanía ilegal de China sobre el Tíbet (2014). Trump llegó en su primer mandato a un acuerdo con los talibán (2020) –que luego ejecutó Joe Biden– abandonando a los demócratas afganos –y sobre todo a las afganas– después de haberlos apoyado durante 20 años. Biden, que siempre había defendido la idea de dos Estados en Palestina, permitió el genocidio de Gaza y lo alimentó con armas y dinero.

Todos los presidentes estadounidenses han heredado y asumido –en mayor o menor grado– la política exterior clásica de Inglaterra, su inspiradora, en dos aspectos duraderos y fundamentales. El primero, la obsesión británica por impedir que surgiera en el continente europeo una potencia demasiado fuerte que no pudiera controlar, lo que motivó sus guerras contra la Francia napoleónica y su participación en el origen de las dos guerras mundiales. EEUU intervino en ambas –sin que hubiera un compromiso o alianza previa que le obligara– por petición directa de Londres, y en su apoyo, pero también para impedir el surgimiento de ese poder europeo, que podría convertirse en un rival peligroso. La creación de la OTAN respondía a este mismo principio, su finalidad primordial era impedir que la Unión Soviética se hiciera con el control de toda Europa, además de mantener el dominio político sobre la parte del continente que le había correspondido a EEUU en la conferencia de Yalta, que se amplió –después de la caída de la Unión Soviética– hasta las fronteras de Rusia.

El segundo principio político que Washington heredó de Londres se resume en la famosa frase de Lord Palmerston:  “Los ingleses no tenemos aliados eternos ni enemigos perpetuos, nuestros intereses son eternos y perpetuos”, pero no en el sentido de que los intereses no cambien, sino en que éstos siempre predominan sobre cualquier alianza o compromiso previo. El cinismo elevado a categoría de principio. Cuando cambian los intereses, cambian las políticas e incluso las alianzas, sin ningún escrúpulo. Washington no hizo nada por evitar la guerra en Ucrania, y la impulsó y apoyó durante tres años, no  para preservar la integridad territorial de un país soberano –ningún analista militar serio pensaba que Ucrania podía ganar la guerra a Rusia, ni siquiera con ayuda exterior– sino porque le interesaba debilitar a la Unión Europea que amenazaba con hacer real su autonomía estratégica y –sobre todo– para impedir que Rusia resurgiera como potencia tras el hundimiento de la Unión Soviética, y para abortar un entendimiento entre Moscú y Berlín, que efectivamente hubiera supuesto la consolidación del temido poder autónomo europeo, fuera ya de su control, y el nacimiento de un rival estratégico que añadir a China.

Si la administración Trump cambia ahora abrupta y radicalmente esa política es porque ya no la considera útil. Necesitan a Europa para ganar su pugna con China, su único rival estratégico, y ya no temen la autonomía europea porque está clara su división, que ellos se van a encargar de incrementar. No creen que Rusia sea una amenaza importante, tampoco para Europa, excepto para los pocos países del este que aún no son miembros de la OTAN, y piensan que impedir que Moscú caiga en brazos de China y la refuerce con sus materias primas, bien vale sacrificar a Ucrania, que además no tiene ninguna posibilidad de ganar.     

Pretender que Washington –con cualquier administración– apoyaba a Ucrania para defender los sagrados principios de soberanía e integridad territorial, o la democracia y la libertad – que tantas veces ha vulnerado o ayudado a vulnerar– era completamente ilusorio. Ahora se demuestra lo que le importaba. Europa ha contribuido a la guerra, bien por interés, por convicción, o solo por sumisión o seguidismo a la gran potencia americana, pero siempre confiando en su liderazgo y apoyo. El cambio de criterio de EEUU deja a los países europeos en una situación más que incómoda, ante la que el presidente francés Emmanuel Macron intenta desesperadamente buscar una posición única de la Unión Europea, con la que intentar modificar o al menos influir en la decisión de Trump, algo que parece bastante improbable.

Una guerra cruel y una paz injusta  

Ucrania fue invadida por tropas rusas hace tres años. Que Putin tuviera o creyera tener razones sobradas para ello –fueran ciertas o no– o que se sintiera amenazado por la OTAN, no cambia su responsabilidad. Si Rusia no hubiera invadido, no habría habido guerra, más allá de la de baja intensidad que se mantenía en el Donbass, que Moscú hubiera debido seguir intentando resolver por vías diplomáticas, exigiendo el cumplimiento por Kiev de los acuerdos de Minsk II. Putin quiso dar un golpe sobre la mesa, demostrar que Rusia había vuelto, que ya no podía ser ignorada en cuestiones que le afectaran, y que no iba a consentir una Ucrania hostil, dentro de la OTAN, tanto por razones de seguridad como por nostalgias históricas y nacionalistas. Atacó a su vecina infringiendo todos los acuerdos internacionales que había suscrito, aunque ya los había vulnerado en 2014 con la anexión de Crimea, ante la que occidente reaccionó débilmente porque todo el mundo sabía que Crimea era rusa.

Los ucranianos decidieron defenderse y pidieron ayuda. No había alternativa, ni moral ni política ni estratégica, a apoyar y sostener al agredido –aunque no se haya hecho en otros casos como en Chipre o en Palestina–, y así lo hicieron muchos de los países del mundo, dirigidos por EEUU e incluyendo a los europeos, encabezados con entusiasmo por el Reino Unido, el más beligerante de todos. Pero esa ayuda no podía ser útil –como se ha demostrado– sin ser completada por la búsqueda de un acuerdo entre ambas partes por vías políticas y diplomáticas, que al principio de la guerra –marzo de 2022, conversaciones de Estambul –aún parecía posible, pero que nunca se quiso explorar ni mucho menos promover.

Así hemos llegado a la actualidad, con la situación sobre el terreno casi congelada desde hace más de dos años, pero con una creciente ventaja táctica para Rusia, que seguramente irá en aumento. Ucrania ya se ha demostrado, durante tres años, incapaz de recuperar el territorio ocupado por las tropas rusas con sus propios recursos humanos, a pesar de la enorme ayuda recibida. Tampoco las sanciones occidentales han tenido mucho efecto para quebrantar la voluntad del Kremlin ni es probable que lo vayan a tener en el futuro. Por tanto, solo quedan dos caminos: o se acepta la realidad de que Rusia no se va a mover del territorio que controla y se busca un acuerdo de paz lo menos lesivo posible para Ucrania, o se va a la guerra directa contra Rusia para hacerles retroceder a sus fronteras internacionalmente reconocidas, lo que podría dar lugar a la tercera guerra mundial. Y nadie parece dispuesto a asumir ese riesgo.

Se puede argüir que es injusto que un agresor reciba un premio territorial por su agresión, y es absolutamente cierto, o que eso envalentonará a Rusia para ulteriores aventuras, aunque tampoco es que salga muy bien parada de ésta. Pero no hay alternativa a aceptar la realidad, por injusta que sea, si no se puede cambiar o no se quiere pagar el precio que costaría cambiarla. Prolongar la guerra, como parece ser la idea de algunos países europeos que pretenderían seguir apoyando a Ucrania incluso contra la voluntad de EEUU, solo puede conducir a encontrarse dentro de uno, dos o tres años con una situación como mínimo igual –probablemente bastante peor para Ucrania– pero con decenas o centenares de miles de muertos más, y tener que hacer entonces lo que no se quiere hacer ahora. Los que consideran derrotista esta posición deberían explicar la línea de acción que ellos consideran factible, y que sería menos mala para los ucranianos.

Esta realidad no justifica de ningún modo que antes de empezar la negociación, se dé ya la razón al agresor en todos sus deseos, y se admitan ex ante todas sus tesis y reivindicaciones ¿Qué se va a negociar, cómo se va a conseguir un acuerdo mínimamente aceptable, si ya de entrada estás diciendo que estás dispuesto a aceptarlo todo? Mucho menos tolerable aún es que se deje fuera de la negociación al agredido, que se ningunee a Ucrania, que es la víctima, que ha sufrido terriblemente la guerra y va a sufrir esta paz injusta, y se insulte a su presidente. Tampoco es aceptable que se quede fuera de la negociación la UE, que ha invertido en Ucrania 135.000 millones de dólares (por 115.000 de EEUU), tiene fronteras con Ucrania y con Rusia, y va a ser la parte más afectada –después de Ucrania, por supuesto– por la inseguridad y la inestabilidad en el continente que se puede derivar de un acuerdo de paz desequilibrado y completamente favorable a Rusia. La decisión de negociar la paz bilateralmente es la mejor demostración de que esta ha sido y es una guerra proxy entre EEUU y Rusia, que solo ellos pueden terminar, en la que Ucrania ha servido de víctima.

Por lo que se sabe hasta ahora, la hoja de ruta para la paz se estructuraría en tres fases. La primera sería un alto el fuego en las posiciones actuales, que podría entrar en vigor a finales de abril; en la segunda –en verano– se celebrarían elecciones en Ucrania, incluida la presidencial, aunque en este punto, planteado por los rusos, los americanos aún tienen dudas; en la tercera, en otoño, se cerraría el plan de paz. Esto aún puede cambiar y muchas cosas pueden salir mal, bien porque las exigencias rusas sean excesivas o porque Kiev no las acepte. También puede haber violaciones del alto el fuego, incluso después de acordada la paz, porque en ambos bandos hay fuerzas militares cuya disciplina hacia sus respectivas autoridades es muy débil. Pero aunque todo saliera bien, es probable que una paz injusta deje en el este de Europa una herida abierta, un conflicto latente, un foco tóxico de inestabilidad e inseguridad, que impediría una normalización de las relaciones entre Rusia y la UE.

Aprender de la experiencia

Este episodio debe ser una lección, esperemos que definitiva, para todos aquellos que creían que la mejor opción para Europa era resguardarse bajo el ala del águila calva que representa a EEUU, y que no había que tomar ninguna iniciativa, sino solo seguir lo que Washington decidiera, porque el gran hermano americano siempre les protegería. La actual decepción de algunos o es impostada o responde a una ingenuidad impropia de dirigentes políticos responsables.  

Ahora está más claro que nunca que no hay alternativa a una Unión Europea sólida, integrada políticamente, con autonomía estratégica –incluyendo una única política exterior y una defensa común propia y suficiente– que pueda defender por sí misma, sin interferencias, los intereses y valores de los ciudadanos europeos. Si eso se logra, la UE podría acoger a Ucrania y darle las garantías de seguridad que necesita –sin intervención de la OTAN– y también hacer mucho para evitar que agresiones similares se produzcan en el futuro, tratando de reanudar las relaciones comerciales y políticas con Rusia, siempre que sus dirigentes acepten las normas de derecho internacional y los tratados. Así se podría convertir un acuerdo envenenado en un futuro de estabilidad, paz, seguridad y justicia para Europa.

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