Fin de etapa

Soy lo bastante vieja como para haber vivido una infancia en la que un hombre carente de empatía, apoyado en la brutalidad de los generales, la avaricia del gran capital y el casi infinito poder de la Iglesia, y rodeado de otros hombres rapaces y crueles, decidió volver a los grandes ideales del Imperio Español y devolver a la Patria su antigua grandeza, sus antiguos esplendores. Yo iba a las Escuelas Nacionales, donde nos enseñaban a admirar a los santos, los mártires y los héroes bélicos, desde Numancia y Sagunto hasta Agustina de Aragón, donde nos hacían creer que los hombres eran superiores a las mujeres, que nosotras estábamos llamadas a representar el noble papel de “madres y esposas” y no debíamos desear nada más porque no había nada más alto. Era una sociedad donde la homosexualidad estaba prohibida y comportaba penas de cárcel, donde las violaciones estaban a la orden del día, pero solían suceder dentro del católico matrimonio en el que el hombre tenía todos los derechos, donde se despreciaba y maltrataba a los gitanos (que no eran ni roma sino simplemente “gitanos” y, por serlo, malhechores). Los sindicatos eran “verticales”, de modo que los intereses de empresarios y trabajadores se confundían en un mismo caldo espeso en el que siempre ganaban los de arriba. Los partidos políticos estaban prohibidos. Todos. La Cámara de los Diputados era un coro de turiferarios. La democracia no existía y se hacía todo lo posible por que ni siquiera se la nombrase públicamente. Las familias numerosas -cuanto más numerosas, mejor-, se estimulaban y premiaban. Los cabezas de familia tenían dos y tres trabajos para poder sacar adelante a esas familias de muchos hijos que habían nacido porque los anticonceptivos estaban prohibidos (cuando empezaron a existir) y los abortos eran, además de delito, horribles carnicerías donde morían las muchachas y mujeres que no veían otra salida y no tenían el dinero necesario para ir a Londres a deshacerse del “problema” causado por un “desliz”.
En aquel mundo del “ordeno y mando” que tantos españoles actuales parecen haber olvidado, reprimido o negado, Estados Unidos y su amplia colonización cultural de la que apenas nos dábamos cuenta, ponía la chispa de esperanza necesaria para poder sobrevivir. “La chispa de la vida” como rezaba el lema de la Coca Cola.
Para las niñas y niños que crecimos bajo el régimen franquista, Estados Unidos era el faro que iluminaba nuestras posibilidades de futuro. Ese país, que sus naturales llamaban simplemente América, (con un descaro impresionante, porque América es mucho más que la franja territorial del continente norte que ellos ocupan) después de haberse establecido como salvadores del mundo libre después de la Segunda Guerra Mundial, empezaron a colonizar culturalmente los diferentes países de Europa, además de establecer bases militares que nos tranquilizaban frente a la posible amenaza del bloque soviético que eran los “malos”. Como en eso coincidían Estados Unidos y nuestro dictador, la mayoría de la población pensaba que no se equivocaban.
La gente de mi generación, y de la anterior, y de las dos posteriores crecimos pensando que Estados Unidos era el camino, la esperanza, la aspiración legítima. Nos convencieron de que eran el país de la libertad, “the land of the free”, como cantan en su himno, la cuna de la democracia, el funcionamiento político perfecto con su sistema de checks and balances que aquí no podíamos ni soñar, los adalides del pensamiento libre, del feminismo, del pacifismo, de la convivencia entre etnias, religiones y formas de vivir. El “American way of life” y el “American dream” eran proyectados al mundo a través de libros y pantallas de cine. Nos contagiaron sus costumbres más pueriles: la Navidad en tecnicolor, la fiesta de Halloween, los bailes y las graduaciones en los colegios, las cadenas de hamburgueserías, cafeterías, heladerías..., la forma deportiva de vestir para cualquier ocasión, el convencimiento de que todo depende de uno mismo, de su ambición y tenacidad, la idea de que el éxito y la riqueza están al alcance de cualquiera, de que cualquiera, sin importar su origen, puede llegar a presidente de la “mayor nación del mundo”. Fue una gran campaña publicitaria que caló profundamente en estas generaciones, los que crecimos pensando que Estados Unidos era una especie de padre benevolente o, al menos, de hermano mayor siempre dispuesto a partirse la cara por nosotros, a sacarnos las castañas del fuego en caso de necesidad, algo así como el primo de Zumosol.
Los jóvenes admirábamos la cultura americana, la libertad de opinión y expresión, el que pudieran manifestarse frente a la Casa Blanca sin que salieran los grises a repartir estopa. Pensábamos realmente que allí las mujeres podíamos llegar a cualquier puesto, decidir sobre nuestra vida y nuestros cuerpos; que los que no eran heterosexuales podían vivir tranquilos sin que nadie los chantajeara o los metiera en la cárcel.
La mayor parte de todo eso que pensábamos no era realmente así, claro. Nunca es del todo así lo que se publicita tanto, pero el hecho de que ciertas cosas existieran nos hacía empujar en esa dirección y nos ayudó a ir cambiando nuestra sociedad hacia donde queríamos vernos.
Como también sucede con los padres, que en la infancia parecen inmensos, omnipotentes y siempre tienen razón, hasta que con los años se van achicando hasta bajar a nuestra altura y seguir bajando, Estados Unidos fue reduciéndose frente a nuestros ojos obnubilados por su Hollywood, su Disneylandia, su Nueva York, su Las Vegas hasta que empezamos a dudar, a cuestionar, a buscar un camino más nuestro, pero siempre en paralelo con ellos, caminando juntos hacia un destino común.
Cuando hace un par de días vimos el encuentro entre Volodímir Zelenski, Donald Trump y J.D. Vance tuve conciencia clara de fin de ciclo, algo que ya llevaba muchos años sintiendo, pero que ahora fue como un puñetazo en el estómago. Dos miserables aposentados en el poder, infantiles y agresivos, hablando como chulos de patio de colegio a uno de los hombres más valientes y admirables que ha producido este siglo. Unos días antes, el ministro de exteriores estadounidense se había negado a recibir a Kaja Kallat, vicepresidenta de la Comisión Europea.
El nuevo presidente está dispuesto a “hacer de nuevo grande a América”, igual que nuestro antiguo dictador y, para ello, está tomando medidas similares (parece que los dictadores no son demasiado originales): rodearse de turiferarios, de gente que siempre le dice que sí a todo, por absurdo que sea, destruir a cualquiera que pueda representar un adversario ideológico (en el ejército, en la administración, en la cultura…), implementar la censura, prohibir la diferencia, la variedad, derogar derechos a las mujeres, a las minorías, a cualquiera que no se pliegue a lo que él considera aceptable y “normal”, apoyar a los millonarios…. “The land of the free” se está convirtiendo frente a nuestros ojos en “the land of the fee” porque todo tiene un precio y solo cuenta el dinero. Y, en el colmo de lo extraño, de lo que nunca hubiéramos podido imaginar, ahora su presidente se ha puesto del lado de Rusia y de sus intereses.
Si todo esto nos lo hubieran dicho en los años sesenta o setenta habríamos pensado que era una locura. Si alguien hubiese escrito una novela de ciencia ficción describiendo esta realidad, no habría encontrado editor, por lo estúpido de la idea.
Sin embargo, es todo verdad, hasta aquí hemos llegado. Tenemos que acostumbrarnos a que nuestro hermano mayor se ha vendido definitivamente al capital, al enemigo. Quizá eso nos sirva para impulsar el concepto y la realidad de una Europa unida, de un lugar amplio y poderoso en el que cultivar nuestros valores propios, en el que mantener las leyes que garantizan nuestra libertad y el cuidado de nuestros ciudadanos, que no tienen que temer morirse a la puerta de un hospital por no poder pagar la factura, ni ser encarcelados por su orientación sexual, o asesinados a tiros por la policía, o despedidos de su trabajo por un capricho del dueño millonario o del político de turno.
Quizá nos venga bien este repugnante giro de un país al que admirábamos pero, de momento y por unos días, tengo que confesar que me he sentido traicionada, abandonada en mis sueños juveniles, un poco huérfana.
Un país donde ya no se respeta el funcionamiento democrático, donde se ha acuñado el concepto de la “posverdad” y de las fake news, donde hay varios niveles de “realidades” y aumentan los partidarios de la tierra plana, donde un antivacunas es ministro de sanidad y un millonario que aparece en un escenario empuñando una motosierra y, sin ningún pudor, hace el saludo fascista frente a un público enfervorecido es el gran visir de un presidente inculto e irrespetuoso ya no es un país admirable. Ya no nos van a indicar el camino, no van a ser el faro por el que nos guiábamos. Supongo que lo saben y no les importa. O tal vez, en su infinita soberbia, piensen que los vamos a seguir de todos modos.
Ojalá no. Ojalá despertemos y volvamos a dirigir nuestro propio camino, a defender nuestros valores. Todos los imperios caen. Todas las etapas acaban. Esto es el fin de una época y no hay más remedio que aceptarlo y emprender la siguiente. Nosotros, por nuestra cuenta. Antes de que sean ellos -los estadounidenses, los rusos, los chinos- quienes la emprendan por nosotros y nos fuercen a ser lo que no queremos ser.
8