¿De dónde se sacan estos tíos que encarnan la voluntad del pueblo?
![Elon Musk junto a Trump en la Casa Blanca.](https://static.eldiario.es/clip/0d1d6fb3-026b-41da-975b-8652a3bb9a42_16-9-discover-aspect-ratio_default_1111449.jpg)
Este jueves, Elon Musk, el flamante administrador del Departamento de Eficiencia Gubernamental de la Casa Blanca, planteó en su plataforma X una encuesta con un solo punto: “Jueces federales que abusan repetidamente de su autoridad para obstruir la voluntad del pueblo a través de sus representantes elegidos deberían ser sometidos a impeachment [proceso de destitución]”. De los 828.900 que respondieron (la verdad que muy pocos para un agitador compulsivo con más de 217 millones de seguidores), el 86% votó a favor.
El resultado de la encuesta no me sorprende. Musk es un extremista seguido por hordas jupiterinas que le jalean cada locura que brota de su mente febril. Lo que me interesa del asunto es la utilización de latiguillo de “la voluntad del pueblo”. Musk no acusa de prevaricación a los jueces que le están impidiendo meter las narices donde le plazca como si toda la administración federal fuera de su propiedad. No. Eso lo arrastraría a un proceso penal engorroso que, además, podría perder. Él prefiere un camino más expedito: acusar a los togados en su plataforma X, bajo el disfraz de una encuesta, de “obstruir la voluntad del pueblo”, asumiendo que el Gobierno en el que participa encarna sin cortapisas esa voluntad y que ello le otorga un cheque en blanco para cometer sus tropelías.
Por contundente que fuera la victoria de Trump por cantidad de delegados conseguidos en el peculiar sistema electoral estadounidense, solo el 31,6% de los ciudadanos convocados a las urnas le dieron su voto. Más apoyos, el 35%, tuvo Joe Biden en los comicios de cuatro años antes. Y muchos más, el 41,8%, recibió el republicano Ronald Reagan en 1981. Ninguno de ellos, que recuerde, se arropaba en “el pueblo” del modo abusivo en que lo hace Trump. Lo habitual es que los presidentes de Estados Unidos lleguen a la Casa Blanca con en torno al 30% del respaldo de los ciudadanos con derecho a voto. Obama lo hizo en su primer mandato con el 30,8%. Clinton, tan simpático, no superó el 25% en ninguna de sus dos victorias. El carismático John F. Kennedy ganó con el 31,3%. Franklin D. Roosevelt, en su mejor momento, recibió el 32,2%.
Estos datos no restan un ápice de legitimidad democrática a los ganadores de las elecciones estadounidenses. En las de otros países democráticos se dan porcentajes similares. Simplemente intento poner en sus justas proporciones la antigua expresión “voluntad popular”, que nadie invoca con tanto fervor como los autócratas. Un poquito más de tres de cada 10 estadounidenses con derecho de voto se movilizó para apoyar a Trump y tres de cada 10 lo hicieron por Kamala Harris. El resto se quedó en casa por distintas razones: porque no le atraía ningún candidato, por simple pereza, porque se sentía indispuesto, porque está desencantado con la política… A los abstencionistas se les puede reprochar su desidia o desinterés, sobre todo si su abstención permite el ascenso al poder de un personaje nefasto; lo que no se puede es negar que también ellos son “el pueblo”, y cualquier utilización interesada de este término debe incluirlos en las operaciones aritméticas de la democracia. Ocurre en otras partes. Incluso en España. En los tiempos de la hegemonía bipartidista en España, Aznar obtuvo su arrolladora mayoría absoluta en el Congreso con el 30,3% del voto de los ciudadanos convocados a las urnas. En su victoria histórica de 1982, Felipe González recibió el 37,7% de los apoyos. En las decadentes democracias occidentales es muy difícil llegar al 74,8% que obtuvo Bashar al-Asad en las elecciones sirias de 2021, su último éxito electoral antes de salir por piernas de su país; pudo ganar con más holgura, pero era ya una pasada.
No. Trump no es la voluntad del pueblo hecha carne, por más que lo diga machaconamente ese Rasputín tuitero que se pasa todo el día revoloteando como un moscardón en el Despacho Oval mientras el presidente firma compulsivamente órdenes ejecutivas. Trump ganó unas elecciones democráticas con un resultado normal que le permite gobernar durante un periodo de cuatro años en el país más poderoso del mundo. No es ni siquiera el candidato que más votos ha conseguido en la historia de su país: Biden obtuvo cuatro millones más. Tampoco arrasó a Harris: le ganó por 2,3 millones de votos. Que se presente como un ser providencial ungido por el pueblo para cumplir una misión redentora es sencillamente un fraude. Una victoria mucho más abultada tampoco le hubiera dado legitimidad para actuar despóticamente y humillar a sus oponentes como lo hace; uno de los principios más elevados de la democracia es el respeto de las mayorías hacia las minorías, por mucho que recordar algo tan elemental se tache hoy de woke.
La nueva etapa trumpista apenas empieza y sus efectos perturbadores ya se hacen sentir. Resulta difícil prever a dónde nos conducirá esta pandilla distópica que se ha instalado en la Casa Blanca. Muchos hablan de la necesidad de frenar a Trump, haciendo paralelismos con el modo en que se fortaleció el nazismo por la pasividad de quienes, como Chamberlain, defendían una política de apaciguamiento ante Hitler. Quizá el primer paso para frenar a Trump sea desmontar sus veleidades populistas. Recordarle que el pueblo –prefiero llamarlo la ciudadanía– fue llamado a las urnas y los que acudieron a la cita le dieron algo más de apoyos que a su rival. Que es un presidente más, el número 45 y 47, en la historia democrática de Estados Unidos, lo cual no es poca cosa. Y, a partir de ahí, reciprocidad contra sus aranceles, firmeza ante sus arbitrariedades, mucha oposición interna y lo que sea menester para bajarle los humos a este matón de colegio que por los vaivenes de esa democracia que tanto detesta tiene hoy un poder extraordinario en sus manos.
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