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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Infiltrados, razón de Estado y democracia

Marcos Roitman

No existe partido político, sindicato ni movimiento social relevante, estudiantil, étnico, cultural, de género o ecologista que no sea objeto de infiltración por parte de los servicios de inteligencia y agencias de seguridad nacional. La razón de Estado ha sido el argumento para llevar a cabo esta función de gobernabilidad centrada en prever, controlar o cambiar el rumbo de acontecimientos políticos, económicos y sociales acorde a sus necesidades. Los ejemplos se multiplican en la historia y sorprenden por su trama y objetivos. Desde magnicidios, golpes de Estado, campañas electorales, atentados o secuestros, hasta financiar movimientos religiosos, grupos disidentes, partidos y operativos para descalificar o aupar dirigentes. Sin olvidar su participación en huelgas, actos públicos y manifestaciones. Nada parece interferir en su agenda cuando se trata de encauzar la realidad política en una dirección considerada prioritaria por la agenda del establishment.

No hace mucho, en Madrid, un periodista filmaba la siguiente escena. Al concluir la marcha de protesta del 25-S, un manifestante encapuchado sería objeto de agresión por parte de las Fuerzas de Operaciones Especiales (GEO). Para evitar la paliza, gritaba: “¡¡¡ a mí no que soy compañero, coño!!!”. Aun así, hasta que no fue identificado, siguió siendo objeto de puñetazos y patadas. Otro policía sentenció: “calmaos, coño”. Poco más que agregar.

¿Qué hacía un policía infiltrado arengando a los manifestantes al enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los GEO? La respuesta no está muy lejos. Provocar, generar confusión y justificar la represión policial bajo el argumento de “actuar en legítima defensa”. Su objetivo, deslegitimar las protestas sociales democráticas y justificar el cambio en la ley de seguridad ciudadana, que regula el derecho de manifestación, criminalizando y responsabilizando de los subsiguientes posibles atentados contra las fuerzas de seguridad del Estado y la propiedad privada acaecidos durante la convocatoria a sus organizadores. En esta línea ha insistido el Partido Popular desde su llegada al gobierno. Cristina Cifuentes, la delegada del gobierno en Madrid, declaraba que la “actual ley es muy permisiva y amplia... y habría que modificarla”. Tanto el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz como sus asesores se hacen eco de ello y redactan la nueva ley que, entre sus 55 artículos, prohíbe manifestarse ante el Congreso, el Senado y las sedes parlamentarias, aumenta la cuantía de las multas y, desde luego, justifica la violencia policial. La última ocasión, con motivo de las marchas de la dignidad del 22 de marzo.

Asimismo, los servicios de inteligencia militar, cuando les interesa, destapan la presencia de infiltrados en movimientos sociales y fuerzas políticas, para crear una sensación de control y poder omnímodo. La existencia de topos en ETA se constató con Mikel Lejarza, conocido como “Lobo”, cuya actuación en los años setenta facilitó la captura de algunos miembros de su cúpula. Su destape fue excusa para multiplicar las acciones represivas del tardo franquismo y justificar, entre otros, los últimos fusilamientos de la dictadura en septiembre de 1975.

En América Latina, los partidos de izquierda, socialistas, comunistas y movimientos populares de liberación nacional han sido y siguen infiltrados. Asimismo, para desacreditar los movimientos de liberación nacional y su actividad política en la región, la CIA, los servicios de inteligencia y el responsable de política latinoamericana de James Carter, Robert Pastor, entregaron a Jorge Castañeda los documentos e informes secretos necesarios para la redacción del libro: “La utopía desarmada”; texto donde se plantea el fracaso de la izquierda latinoamericana, la necesidad de abandonar el antiimperialismo y abrazar la hegemonía norteamericana como solución a los problemas de subdesarrollo de América Latina.

Durante los años oscuros de las dictaduras, las fuerzas armadas obtuvieron información relevante sobre el organigrama y estructura de seguridad interna de dichas organizaciones, gracias a una minuciosa labor de zapa realizada durante décadas (casas de seguridad, lugares de reunión, apodos, etc.). Así por ejemplo, en Argentina, el jefe de la inteligencia militar de la dictadura de Videla, general Carlos Alberto Martinez, declaró: “La verdadera eficacia de la inteligencia contrasubversiva no se derivó de las torturas, sino de la extremadamente riesgosa tarea de infiltración de las principales organizaciones subversivas que el área de inteligencia de las fuerzas armadas y de seguridad desarrollaron paciente y estoicamente”. Entre los casos relevantes, la entrega de Conrado Higinio Gómez, número dos de finanzas de Montoneros, realizada por el mini-staff de informantes Montoneros adscritos a la Escuela Superior de Marina (ESMA), centro de tortura dirigido por Massera donde se asesinaron a más de 5.000 personas.

Hablar de espías, contraespionaje, infiltrados y confidentes nos puede llevar al terreno de la teoría de la conspiración que explica el devenir de la historia por la existencia de una mano negra omnipresente anclada en las lógicas más perversas de un poder mundial transversal que actúa con patente de corso. Huyendo de tales interpretaciones, donde una imaginación fantasiosa se adueña del relato, no se puede negar la presencia de infiltrados en cualquier país que se precie de tener unos servicios de inteligencia y seguridad nacional articulados a la razón de Estado. En este sentido, llama la atención la opacidad sobre sus actividades y, lo que es más grave, la independencia para fijar objetivos y desarrollar operaciones al margen del poder político.

La pregunta “¿quién vigila al vigilante?” sigue siendo válida. En este sentido, podemos constatar que las deliberaciones e informes presentados en las comisiones de defensa, seguridad e interior, al igual que los temas abordados en los consejos de ministros, están sometidos a secreto. Divulgar su contenido conlleva ser imputado como traidor. Asimismo, pensemos en la escasa información revelada acerca del traslado de presos a Guantánamo, tras la guerra de Irak, utilizando el espacio aéreo de países pertenecientes de la Unión Europea y adscritos a la OTAN.

No menos preocupante son las labores de espionaje, que -sumadas a la infiltración- ponen en entredicho la llamada “calidad de la democracia” de los países occidentales, que se vanaglorian de ser líderes en transparencia y protección de los derechos humanos, civiles y políticos de sus ciudadanos. Estados Unidos constituye un buen ejemplo del uso indiscriminado y sin control de los mecanismos de infiltración y espionaje en pro de sus intereses por dominar y controlar el proceso de decisiones a nivel mundial. Las revelaciones de Julian Assange en WikiLeaks manifiestan el escaso respeto hacia países, instituciones y personas del establishment estadounidense. Y los documentos secretos aportados por Edward Snowden sobre la vigilancia masiva realizada por la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) a líderes y dirigentes políticos del mundo entero supera con creces lo conocido en métodos de espionaje. Intervenir llamadas telefónicas o correos electrónicos, junto a la utilización de drones, marca un punto de inflexión en el mundo del espionaje político.

Tampoco podemos obviar que lo dicho vale para todos los países con independencia del color ideológico. No hay régimen político en el mundo que renuncie a la razón de Estado. Pero lo que suscita su rechazo e indignación no es su existencia, sino descubrir por sorpresa que somos vigilados y sometidos a un riguroso control. Mientras no conocemos su existencia, somos felices e ingenuos. Sólo cuando se desvelan las torturas, malos tratos y los mecanismos espurios de infiltración suena la voz de alarma. En ese momento se descubre la fragilidad del orden democrático, tanto como la plasticidad de las instituciones dedicadas a ejercer la represión, el control y el mantenimiento que escapan al control del poder legislativo y judicial. Esta es una de las grandes contradicciones del orden democrático. Sin renunciar al ejercicio coactivo del poder, en democracia no todo método puede ser validado bajo el paraguas de la razón de Estado. La infiltración en organizaciones democráticas o la violación de los derechos constitucionales supone una barrera infranqueable. Ahí se encuentra el límite de actuación de los organismos e instituciones de inteligencia de un país. El resto es terrorismo de Estado. Usted decide.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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