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Opinión - ¡Nos comerán! Por Esther Palomera

Cien años de César Manrique, apóstata de Franco, icono gay de Fraga y genio ecologista

César Manrique/ Imagen cedida especialmente por la Fundación César Manrique

Mónica Zas Marcos

César Manrique (Lanzarote, 1919-1992) se consideraba a sí mismo un “contemporáneo del futuro”. Y vaya si lo era. Mientras que el cambio climático no merece ni un minuto en el discurso de nuestros políticos, él vaticinó el desastre hace casi cincuenta años. “Veo el futuro bastante pesimista. Me da miedo que no sean capaces de reaccionar para salvar la vida en el lugar donde nos ha tocado vivir”, reprochaba al poder siempre que tenía oportunidad.

El artista absoluto sentía cada fractura en la piedra como “una herida en su cuerpo”. Por eso peleó por una arquitectura que conciliase el desarrollo con la conservación del patrimonio. “Yo lucharé, denunciaré y protestaré hasta que me muera. Soy como un ser eterno, porque no me acuerdo de cuando nací y tampoco sé cuando me voy a morir”, amenazaba ante la explosión del turismo de masas.

Por suerte, el mundo sí se acuerda de cuándo nació el visionario que transformó una desaliñada isla de Lanzarote en su mayor obra de arte. Ocurrió hace cien años en la pequeña localidad de Arrecife, cerca de la playa de Famara, donde el pequeño César correteaba salvaje por una orilla tan clara que reflejaba los acantilados. Dibujando su contorno sobre la arena, la flora canaria quedó atrapada para siempre en las manos, los pinceles y las construcciones del artista.

Su obra pictórica es relevante, pero en este centenario cabe destacar sobre todo una conciencia ecologista cocinada en una época hostil: la dictadura. “El camino de César Manrique va desde la estética a la ética”, dice Alfredo Díaz, portavoz de la fundación que lleva su nombre.

El experto invita a acercarse a él desde esa doble mirada: “Por un lado el artista que busca la belleza en el informalismo matérico, movimiento que le permite expresar la volcanología y esa parte telúrica que define Lanzarote, y por el otro, el artista con un profundo compromiso social y ecológico, aunque no existiese tal término”.

Su discurso se oponía a una nueva actividad económica brutal que estaba asolando a las islas centrales de Canarias y acechaba a Lanzarote: el desarrollismo. Es decir, un boom turístico con el que Franco quería sacudirse la caspa de cara al exterior en los años 60. Manrique tampoco se cerraba en banda, pero no a cualquier precio. Así que intuyó un modelo “disparatado” que, sin embargo, coló entre los alcaldes, el Cabildo y, lo más difícil, el régimen franquista.

¿Cómo logró su beneplácito en lugar de ser censurado o algo peor? Díaz lo explica a través de sus “complicidades positivas”. En ocasiones planea sobre César Manrique la sombra de su participación en en bando sublevado de la Guerra Civil, al que acudió como voluntario a la edad de 16 años. No obstante, el portavoz niega rotundamente su afiliación al franquismo y arguye dos razones principales para demostrarlo.

“Los jóvenes de Canarias salieron obligados en muchos casos al frente del Ebro. En este caso se presentó voluntario para elegir un destino y para quedarse en Canarias, en el ejército del aire”, dice de primeras. De hecho, es conocido que Manrique nunca quiso volver a hablar de la guerra ni de ideas políticas.

“Le horrorizaba y es más, lo primero que hizo al regresar a casa tras volver de Catalunya fue quemar el uniforme en la azotea”, continúa. Un gesto con el que renegó para siempre sobre su papel en la guerra y su vinculación con aquel bando.

A lo que nunca hizo ascos Manrique fue a las relaciones diplomáticas que diesen luz verde a su arte. “Los franquistas vieron en él a un tipo alocado pero que podía funcionar de cara a un turismo exclusivo o de élite, como le gustaba al régimen. Si no, ¿de dónde salía el dinero para hacer todas estas obras?”, se pregunta Díaz.

Aún así, el experto reconoce que, tras más de veinte años de estudio de la obra y el pensamiento de Manrique, le cuesta entender cómo logró convencer a políticos tan dispares y “zoquetes” con un modelo que ponía en riesgo la expansión económica.

Sus dos baluartes políticos fueron José –Pepín– Ramírez Cerdá, presidente del Cabildo de Lanzarote y su amigo de la infancia, y Manuel Fraga. El Ministro de Información y Turismo de Franco quedó admirado por las ideas modernas y el gusto de Manrique, que lo vinculó a sus tendencias sexuales. “Los homosexuales tienen una sensibilidad y una capacidad artística que no tenemos los heterosexuales. Son muy originales y creativos”, dijo en una ocasión.

“Fue una simbiosis muy afortunada, no sé si esas relaciones se vuelven a repetir y menos en el marco de una dictadura. Porque Manrique nunca se vinculó de una manera clara a ningún partido. De hecho, muchas de sus declaraciones vistas desde hoy parecen de una persona de izquierdas”, asegura con asombro Díaz.

Tanto en Madrid como en Nueva York, donde llegó tras la traumática muerte de su pareja en pleno estallido hippy y del amor libre, César Manrique se rodeó de lo más granado de la sociedad. Artistas y multimillonarios (como Rockefeller) en la ciudad norteamericana, y personajes de la literatura, el cine y la tauromaquia en la capital madrileña, donde organizaba fiestas que le otorgaron una fama de dios Baco.

Sin embargo, al regreso a Lanzarote en 1966, el artista se mezcló con la gente de la calle como hacía en sus inicios. Durante las décadas de los 70 y 80 tiene lugar un importante desarrollo de espacios perfectamente integrados en el entorno natural, justo cuando el régimen se planteaba abandonar la isla para los camellos y las cabras.

“Lanzarote era un lugar de emigración y de miseria. La población emigraba a las islas centrales o a Latinoamérica en épocas de sequía. Entonces llegó él y dio una mirada amable y propuso que esos paisajes calcinados y con viento pudiesen servir como atractivo turístico”, cuenta Alfredo Díaz.

En esa época comenzó su cruzada contra el turismo de masas y las empresas que querían absorber las carreteras como habían hecho en la península y en las islas vecinas. “Consiguió que en Lanzarote no se pudieran poner vallas publicitarias en los bordes de las carreteras. De hecho, él contaba que a principios de los 80 una empresa las puso y salió con un grupo ecologista emergente y se las cargaron. Estaba codo con codo en la calle”, concede el portavoz de la Fundación César Manrique. Paradójicamente, fue un trágico accidente de tráfico en un peligroso cruce entre vías el que acabó con la vida del genio.

El experto también le considera el padre del primer círculo de ecologistas, al que él mismo pertenecía durante la dictadura. “No creo que haya parangón en España, ya que en ese momento el medioambiente no formaba parte del discurso en las calles y mucho menos entre los políticos”, asegura. Pero César Manrique es un personaje casi más incómodo ahora que antes para quienes aprueban leyes demoledoras en Canarias como la del suelo.

En su centenario, año en el que el cambio climático representa ese “futuro pesimista” que el creador vaticinó en 1970, debemos rescatar su “vigencia absoluta”. Él defendía que los artistas tienen la obligación de enseñar a mirar. Para ello, salpicó las islas de miradores para asomarnos la belleza que nos estábamos perdiendo. ¿Qué mejor regalo de cumpleaños que demostrarle que algo hemos aprendido?

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