La ultraderecha contra la educación: una estrategia global
La congelación de 2.260 millones de dólares en fondos federales a la Universidad de Harvard no es un simple desencuentro administrativo, es un acto de guerra ideológica orquestado por una administración Trump envalentonada por un poder que parece ilimitado. Con descaro, el Gobierno de Estados Unidos ha destapado una estrategia que resuena más allá de sus fronteras y que los movimientos ultraderechistas de todo el mundo abrazan con entusiasmo: asfixiar a las universidades públicas, tildadas como nidos de “izquierdistas” mientras ensalzan instituciones privadas alineadas con sus intereses. Este no es solo un ataque a Harvard; es una amenaza al corazón del pensamiento libre, un peligro que debería encender las alarmas de todos, sin importar nuestras inclinaciones políticas.
Cuando el Departamento de Educación norteamericano anunció la retención de fondos, lo hizo apenas unas horas después de que Harvard rechazara exigencias de la administración Trump que habrían roto su columna vertebral: eliminar programas de Diversidad, Equidad e Inclusión, auditar ideológicamente a profesores y estudiantes y someter sus políticas de admisión a los caprichos del poder. Alan Garber, presidente de la universidad, fue contundente: ningún gobierno debería dictar qué se enseña, quién enseña o qué se investiga. Pero la administración Trump, usando las protestas pro-palestinas como pretexto y utilizando acusaciones de antisemitismo, no busca negociar solo quiere controlar. La congelación de fondos para investigación y becas es un mensaje claro: o te alineas, o pagas el precio. Harvard ha decidido valientemente, no pagar el precio, pero tendrá que pagar los intereses del préstamo de emergencia de 750 millones de dólares que se ha visto forzada a pedir. Su resistencia es un símbolo de lo que está en juego cuando el poder intenta someter al conocimiento y ya está sintiendo el peso de esa amenaza.
Pero este no es un drama exclusivo de Harvard. En España, la Comunidad de Madrid se ha convertido en el laboratorio de una estrategia igualmente inquietante. Bajo el gobierno de Isabel Díaz Ayuso, el Partido Popular promueve la creación de universidades privadas con una rapidez más que sospechosa, respaldadas por poderes económicos anclados en la ultraderecha. Y, no nos engañemos, lo que está ocurriendo en Madrid no es un fenómeno aislado ni una moda educativa. Es parte de un plan deliberado que la ultraderecha lleva años perfeccionando y que el PP se ha apresurado a adoptar y a implantar en otras regiones que también gobiernan como Andalucía, Murcia, Valencia..., donde siguen el mismo guion.
Primero fueron la sanidad y la educación básica, cuyos recursos públicos se convirtieron en botín para intereses privados. Ahora, la educación superior está en el punto de mira. Algunas universidades privadas no solo buscan beneficios económicos, son herramientas para moldear el futuro, para silenciar a científicos que alertan sobre el cambio climático, a intelectuales que defienden los derechos humanos y a estudiantes que se atreven a protestar. Es un ataque al corazón de lo que nos hace avanzar como sociedad. Por eso, el reciente anuncio del Gobierno de España de endurecer los requisitos para abrir nuevas universidades privadas es una decisión valiente que apunta en la dirección correcta, aunque me pregunto si será suficiente para frenar una maquinaria que ya está en marcha.
Estas instituciones, a menudo cuestionadas por su rigor académico, no son solo máquinas de generar beneficios; son piezas de un tablero mucho más ambicioso. La ultraderecha, en España y en otras partes, ve las universidades públicas como bastiones de resistencia, lugares donde científicos e intelectuales alertan sobre el cambio climático, la desigualdad o la erosión de derechos. Para ellos, estos campus son un problema que hay que neutralizar. Promover por tanto pseudo universidades privadas no es solo un negocio, es una apuesta por moldear a las nuevas generaciones, por revertir discursos que incomodan y por silenciar verdades que duelen. Es una estrategia ideológica disfrazada de progreso educativo.
Las consecuencias de esta ofensiva son tan profundas como alarmantes. Si universidades como Harvard pierden su capacidad de investigar, el mundo entero pagará el precio. Desde avances contra el cáncer hasta soluciones para el cambio climático, el conocimiento que nace en estos campus no conoce fronteras. Pero no es solo la ciencia lo que está en juego. Permitir que el poder controle qué se enseña, quién enseña o a quién se enseña es renunciar a la libertad académica, transformar las aulas en altavoces de propaganda y convertir a las universidades en títeres de agendas políticas, despojándolas de su esencia como espacios para cuestionar y crear.
Tan grave o más es la polarización que esta estrategia fomenta. Al desprestigiar lo público y encumbrar lo privado, se construye un sistema educativo elitista que deja a estudiantes de menos recursos sin acceso a una educación de calidad. Becas, contratos académicos y programas de investigación penden de un hilo y con ellos el futuro de millones de personas mientras estudiantes y profesores enfrentan un futuro incierto.
Pero quizás el peligro más infame es el control ideológico a largo plazo. La educación no es solo un título y la universidad no es solo un aula; es el lugar donde se forjan las ideas del mañana. Cuando intereses privados dictan el rumbo de las universidades, no solo ganan dinero, ganan poder sobre nuestras mentes. Y si se normaliza minimizar el cambio climático o cuestionar derechos fundamentales habremos perdido más que un debate, habremos perdido nuestra capacidad de construir un mundo justo. Por eso este no es un problema de izquierdas contra derechas. Es una lucha por garantizar que el pensamiento crítico siga siendo un derecho, no un privilegio reservado a quienes pagan por él. Es una lucha por la supervivencia de una sociedad que valora la verdad sobre la propaganda.
Y por eso no podemos quedarnos de brazos cruzados mientras la ultraderecha, desde Washington hasta Madrid, intenta secuestrar el futuro de nuestras mentes. Harvard ha dado un paso valiente al plantarse y resistir, pero no puede librar sola esta batalla. En España, donde el modelo del PP liderado por Ayuso se extiende como un virus, debemos actuar con la misma valentía y apoyar medidas que fortalezcan lo público, que exijan rigor a lo privado, que protejan la independencia de nuestras aulas. No se trata de proteger privilegios académicos si no de garantizar que las generaciones venideras hereden un mundo donde el pensamiento crítico no sea un lujo, sino un derecho y recordar que la educación es el último bastión de una sociedad libre.
La ultraderecha ha mostrado sus cartas en Harvard con una claridad brutal y, en España, el PP exhibe sus intenciones sin tapujos, pero aún estamos a tiempo de resistir. En cada campus, en cada aula, en cada calle, debemos defender la educación como el último refugio de la libertad, porque si permitimos que el conocimiento se doblegue al poder, no habrá vuelta atrás. No se trata de salvar universidades, se trata de salvarnos a nosotros mismos. Este debe ser nuestro compromiso inquebrantable, porque si dejamos caer la educación, nos caeremos todos.
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