Torrente, juez español

“¿Pero cuánto tiempo le estuvo chupando las tetas?”, pregunta –literalmente– el juez a la mujer que ha denunciado una agresión sexual. Luego, muy baboso, con supuesta ironía, sigue: “¿Sabe usted para qué se sacó el miembro viril?”. Por fin, burlándose ya abiertamente de la víctima, quiere saber por qué, si estaba tan traumatizada, tardó tanto tiempo en denunciar.
Otro juez, cuando interroga a un humorista acusado de delito de odio por hacer una broma respecto a la posibilidad de dinamitar la cruz del Valle de los Caídos, lo equipara a decir que habría que dinamitar la plaza de Pedro Zerolo y aprovecha para deslizar la infamia de que la homosexualidad va ligada a la pederastia.
Un tercer juez prohíbe sistemáticamente a la fiscal en un caso de abusos sexuales preguntar todo lo que favorezca a su acusación. Cuando un testigo lo contradice, corta diciendo: “Me tienen agotado. No me entero de nada. Vamos a dar por acabado el día de hoy”. Ese mismo juez, que trata con desdén y displicencia a todas las partes, al acabar el juicio le da la mano y despide efusivamente al acusado.
Esto son solo varios ejemplos recientes de cómo se comportan muchos jueces españoles cuando están en la sala de vistas. Sus diálogos parecen los de cualquier personaje de facha casposo en una película de Torrente. Pero son la realidad de los tribunales españoles en el año 2025. Hay muchos jueces que nunca se comportarían así, pero no se trata de casos aislados. Cualquier abogado en ejercicio en nuestro país puede dar fe de que los comportamientos chulescos, machistas y retrógrados de nuestros magistrados son algo frecuente. De hecho, estos ejemplos han salido a la luz tan solo porque, casualmente, se trata de los tres asuntos en los que las grabaciones del juicio se han hecho públicas en las últimas semanas. Si se difundieran con más frecuencia las intervenciones de los jueces durante los procedimientos orales veríamos que no es nada inhabitual.
El problema, no nos engañemos, no es que los jueces sean fachas. Sino que, demasiado a menudo, son unos sinvergüenzas. Estas manifestaciones y comportamientos se producen en el seno de la actividad judicial. Por eso, daría igual que el magistrado en vez de odiar a los homosexuales o menospreciar a las mujeres que denuncian agresiones sexuales se dedicara a ironizar sobre los cayetanos o burlarse de la sagrada trinidad. No lo hacen nunca porque todos sabemos de qué pie cojea ideológicamente nuestra judicatura, pero democráticamente sería igual de criticable. Porque, más allá de la anécdota, estos excesos suscitan graves dudas acerca del funcionamiento mismo del sistema democrático.
Los jueces en la sala de juicio no tienen libertad de expresión. Cuando un juez o una jueza actúan como un poder del Estado no pueden pronunciarse ideológicamente. Tienen que ser imparciales y les está vedado manifestar su cercanía ideológica con una u otra creencia. En la calle, el juez y el humorista pueden medir sus capacidades dialécticas discutiendo si violan a más niños los curas o los homosexuales. Pero, dentro, el señor con toga y puñetas no es un ciudadano, sino el poder público más terrible que existe y el que más obligado está a ejercer sus funciones con neutralidad.
El problema de nuestros jueces es, sencillamente, que no saben diferenciar cuándo son ciudadanos y cuándo actúan como poder. No han aprendido a hacerlo, porque desgraciadamente no se les exige esa capacidad para convertirse en juez ni se les sanciona de ningún modo cuando mezclan su propia ideología con la facultad de juzgar que les hemos dado entre todos.
Hace tiempo que algunos venimos avisando de que el problema en España no es que los jueces estén politizados sino que no saben ser imparciales. Me da igual que un juez sea un fascista. Como si quiere ser del Betis o satánico. Lo que me molesta es que en sus sentencias se demuestre que lo es. Porque eso significa que es un mal juez. Y tenemos demasiados jueces malos.
Este tipo de anécdotas en las que vemos a jueces opinar y actuar como auténticos cuñados son el síntoma de algo más grave: las deficiencias de nuestro sistema a la hora de seleccionar a los jueces, de formarlos y de sancionar las irregularidades que cometen.
En nuestro país un jurista se convierte en juez demostrando, exclusivamente, su capacidad de cantar y recitar de memoria unos cientos de temas. No se controla su estabilidad mental, ni su capacidad de empatía, ni se los prepara para ser imparciales y respetuosos. A menudo, ni siquiera se les da una formación suficiente en materia de derechos fundamentales. Sin embargo, ellos, en cuanto demuestran su capacidad memorística se creen éticamente superiores y capacitados para dar lecciones de moral. Porque no están formados para resistir que se les suba a la cabeza.
Se dice a menudo que los jueces necesitan formación en materia de violencia de género, pero el problema va más allá: una persona sin capacidad de empatía no puede entender los procesos complejos que dan lugar a los delitos ni resolver los asuntos con un mínimo de equidad. Pero es que, más allá, ni siquiera saben aplicar adecuadamente las leyes. Nuestra judicatura adolece en general de un profundo desconocimiento sobre todo lo relacionado con los derechos fundamentales. Muchos jueces no han estudiado el valor de los derechos, ni entienden su eficacia frente a todos los poderes. Lo mismo se pasan por el forro la intimidad, que el derecho a no declarar que la integridad mental. No son capaces de identificar a un colectivo vulnerable y creen que el mandato de no discriminación es un principio genérico sin eficacia práctica. No aceptan que con la aprobación de la Constitución los derechos impregnan completamente el ordenamiento y todas sus reglas han de ser interpretadas conforme a ellos. Y sobre todo, no aceptan que son servidores públicos. No están al servicio de la ciudadanía, a la que desprecian. Ni se ven a sí mismos como los esclavos de la ley, sino como sus dueños. Y la usan a su antojo.
Viendo los resultados, a menudo parece que la arrogancia, la mala educación y la altivez fueran requisitos necesarios para ser un juez muy español. Basta con ver a quien es el modelo en el que se mira la mayoría de ellos: la presidenta de la asociación mayoritaria de jueces, elogiada y admirada de forma abrumadora en la carrera judicial. Es una persona ultraconservadora, que no se corta en mostrar en público su apoyo incondicional a los partidos de derecha y a la iglesia católica; aficionada a insultar a los políticos y las ideas progresistas; y que se relaciona en público con la misma chulería y falta de respeto a la ciudadanía de la que hacen gala sus compañeros en los vídeos que comentamos.
Urge cambiar el modelo español de juez. Buscar modos de selección que tengan en cuenta algo más que la memoria; mejorar la formación continua en cuestiones relacionadas con la actitud y el decoro que deben guardar; crear mecanismos de sanción eficientes en los que no se cubran unos a otros. Sólo así podremos tener una judicatura democrática, más allá de los desquiciados, psicópatas y arrogantes que a veces dirigen los juicios.
Entre tanto, estimado lector o lectora, tenga cuidado. Si por alguna razón le toca acudir a un tribunal se puede encontrar con que lo preside un tipo que podría ir con un palillo de dientes en la boca, mirarle las tetas y eructar comentarios terraplanistas. Si no es capaz de distinguirlo a simple vista, porque el juez va disfrazado de persona decente, no se preocupe; en cuanto abre la boca se descubre al juez Torrente. Si le sirve de consuelo piense que en esto, como en tantas cosas, España es diferente.
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