Idealismo escapista para tiempos convulsos
Crecer conlleva descubrir poco a poco las leyes que rigen el mundo más allá del caparazón del hogar familiar. Un descubrir que comienza normalmente en el colegio como primera institución de contacto con el mundo exterior, donde existen normas escritas, reglas tácitas y también leyes insalvables, como la del más fuerte en el patio del colegio o las de la economía que todo lo permea. A estas últimas pertenece uno de esos descubrimientos de infancia que recuerdo con más fuerza, como un golpe repentino de realidad: la gente trabaja, en mayor o menor medida, por dinero. Y eso incluía a los profesores, cuya motivación para educar, enseñar y, lo que es peor, para preocuparse por nosotros no era completamente altruista y desinteresada. El mundo se movía también por otras fuerzas de las que hasta entonces no había sido consciente.
Recuerdo haber tenido ese pensamiento por primera vez en algún aula de primaria, quizás después de haber presenciado un comportamiento de algún profesor que me pareció inadecuado y que empañaba esa visión inocente de los adultos como seres movidos por altos ideales y estándares morales. Las guerras ocurrían a miles de kilómetros de distancia; las injusticias eran perpetradas por seres de otro mundo, aunque estuvieran en este; y las fechorías a pequeña escala las cometían niños en proceso de ser educados y civilizados. Pero yo veía a los adultos a mi alrededor como seres que de alguna manera ya habían alcanzado un ideal que tenía algo de puro y sin imperfecciones.
No sé si esa inocencia infantil extrema es una experiencia común o más bien idiosincrática —una muestra temprana de idealismo— porque los adultos no acostumbramos a compartir recuerdos de esa naturaleza. Pero después de esa primera caída del guindo vinieron muchas más a lo largo de los años. Un lento proceso para descubrir que, incluso detrás de los mejores ideales, hay motivaciones no altruistas, en forma de egos o necesidades pecuniarias; y que el bien y el mal se entremezclan en cada uno de nosotros de múltiples maneras, formando una escala de grises con la que no queda más remedio que convivir lo mejor que cada uno pueda.
Un proceso de adaptación que quizás llevamos demasiado lejos. Lo pienso a veces mientras veo a un bebé en brazos de sus padres primerizos e imagino los distintos mundos que serían posibles si creciera conociendo otras reglas y otras leyes, quizás no tan insalvables. Un idealismo escapista para tiempos convulsos.
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