¿Demasiadas normas? Arbitrariedad y protección
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A medida que la relación con la tecnología nos permite prescindir de intermediaciones antes inevitables, a medida que conseguimos comprar, vender, conectar o resolver en poco tiempo y sin demasiado engorro, las relaciones con las administraciones públicas se hacen más y más antipáticas, farragosas y molestas. Las quejas al respecto están muy generalizadas. Los ejemplos son múltiples. Trámites repetitivos en que una y otra vez se pide una información que la administración de turno ya tiene. Tiempos de resolución de peticiones o permisos que se alargan sin que se sepa muy bien por qué y sin que funcione el silencio positivo. Un constante y densocruce de legislaciones y normativas de las distintas esferas de gobierno que van complicando el saber a qué atenerse. Y, en general, una parsimonia que cuadra mal con el vértigo con el que opera la esfera digital. No es, pues, extraño que uno de los aspectos en los que la oligarquía tecnológica y su nuevo albacea en la Casa Blanca estén poniendo más énfasis es en la reducción de burocracia y de normativa innecesaria. De hecho, el lugar que tiene reservado Trump para Musk es el de responsable del nuevo Departamento de Eficiencia, encargado de “allanar el camino para que la Administración desmantele la burocracia gubernamental, reduzca el exceso de regulaciones, reduzca los gastos innecesarios y reestructure a las agencias federales”. El problema es qué ganamos y qué perdemos con la desburocratización y la eliminación drástica de normativas aparentemente redundantes e innecesarias.
Como casi siempre, lo que aparentemente es un tema técnico e inocuo desde el punto de vista político o normativo, acaba beneficiando a unos y perjudicando a otros. Si miramos hacia atrás, los regímenes autoritarios y oligárquicos han tendido a funcionar con la norma básica de hacer lo que el que mandaba quería que se hiciese. Y ello ha sido más frecuente en momentos en que se han dado cambios muy profundos en la forma de trabajar o vivir, y todo el mundo ha tenido que aceptar lo que había, o en situaciones de desigualdad de poder muy evidentes. Recordemos las condiciones de vida de los que años ha salían del campo para ir a la ciudad a trabajar en los talleres o fábricas sin normativa alguna que les amparase o las relaciones coloniales y lo que implicaban. La ley, la norma, protege del abuso y de la discrecionalidad, pero un exceso de normativa lo hace todo incomprensible y acaba favoreciendo a los que tienen vías y recursos para acelerar el “cómo está lo mío”.
Nadie puede negar que en España la acumulación de normativa y papeleo ha alcanzado niveles inimaginables. El análisis del economista Juan Mora Sanguinetti muestra que entre 1979 y el 2021 las distintas esferas de gobierno con capacidad para ello aprobaron un total de 411.804 normas de distinto rango, y que en las más recientes se establecen hasta 11 enlaces con otras disposiciones, convirtiendo el sistema en una jungla muy espesa. No es, pues, sorprendente que los ritmos de resolución de expedientes cuadren muy mal con las dinámicas que cualquier iniciativa comporta. Es indiscutible que es necesario desbrozar esa selva burocrática. Pero, la forma en que la administración protege ciertos valores, derechos y situaciones no debería confundirse con el fondo de lo que se pretende salvaguardar. O, dicho de otra manera, no es lo mismo simplificar o modificar el papeleo con el que se quiere proteger el medio ambiente, las condiciones de trabajo o la regulación urbanística, que cargarse cualquier normativa al respecto en aras de la diligencia y la innovación tecnológica.
Los argumentos a favor de reducir normativas son muy claros. Las trabas burocráticas pueden obstaculizar la innovación, aumentando los costes de cualquier iniciativa y desincentivar la experimentación. Pero, al mismo tiempo, si no se discrimina bien lo superfluo de lo básico, ello puede acarrear perjuicios o abusos hacia los sectores más vulnerables. En un entorno con menos reglas, las grandes corporaciones tienen más facilidad para eliminar a competidores más pequeños, debilitando así los mecanismos democráticos que buscan equilibrar el poder económico. Y ello es muy evidente en los temas ambientales, laborales o de disciplina urbanística. Lo vimos aquí en el pasado con la burbuja inmobiliaria y lo vemos ahora en los EEUU con la ofensiva contra las normas medioambientales. El equilibrio se encuentra en implementar reformas que reduzcan la complejidad innecesaria del sistema administrativo mientras se mantienen mecanismos sólidos para proteger derechos fundamentales. Esto implica una modernización constante, acompañada de transparencia, supervisión efectiva y participación ciudadana activa que ayude al seguimiento de lo que acontece.
Deberíamos asimismo buscar procedimientos más ex post que, una vez establecidos los parámetros en que deberá actuarse, traslade la responsabilidad del cumplimiento a los impulsores de cualquier acción, agilizando así la tramitación previa. Poniendo el énfasis y las sanciones que se incorporen en el control posterior del cumplimiento de lo legislado o regulado. La tradición anglosajona parte de ese supuesto. Stuart Mill lo defendió con vigor en “Sobre la libertad”, pero advirtiendo al mismo tiempo que “…siempre que haya un daño definido, o un riesgo definido de daño, tanto para un individuo como para el público, el caso sale del ámbito de la libertad y se sitúa en el de la moralidad o la ley”.
Sea como sea, parece bastante claro que se ha regulado en exceso, convirtiendo muchas veces la respuesta a un hecho o anomalía puntual que ha generado quebraderos de cabeza, en norma general que se aplica indiscriminadamente. Una tendencia muy habitual en las administraciones públicas que prefieren que todo el mundo pase por el aro antes que distinguir caso a caso y evitar así la generalización de los costes procedimentales. Pero lo que no se puede hacer, argumentando además que se hace en beneficio de todos, es decir que ya basta de tantas normativas ambientales, de tanta legislación que protege derechos individuales y colectivos en el mundo del trabajo o en la regulación urbanística. Lo que tenemos ahora es un exceso de regulación procedimentalista, pero no un exceso de protección de valores básicos y fundamentales que han costado muchos años de luchas conseguir. Reduzcamos normativa redundante y excesiva. Facilitemos el hacer cosas y reduzcamos trámites, pero evitemos caer en la arbitrariedad. Es precisamente esa capacidad de protección contra el poder, sea cual sea su origen, lo que distingue la democracia y el estado de derecho.
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