El futuro como pregunta. La política, como esperanza

La idea de progreso permanente e imparable ha sido uno de los elementos centrales que nos legó la modernidad. Y esa idea era ampliamente compartida por todo tipo de propuestas políticas. Cada una con sus propios objetivos y con marcadas diferencias frente al resto de propuestas. Pero, en definitiva, la idea común era el futuro será mejor que el presente. Lo que está sucediendo es que nos están quitando el futuro. O, dicho de otra manera, todo apunta a que se nos acaba el tiempo. Las desigualdades que genera el capitalismo global se acrecientan y no parecen tener límite. La emergencia climática va dejando señales inequívocas. Mientras, la mezcla de digitalización y autoritarismo va reforzando su presencia en cualquier esfera. El futuro se forja en el presente, pero el presente queda siempre marcado por la concepción que cada uno tiene del futuro. Necesitamos actuar con rapidez, tanto a escala global como a escala local. Pero la mezcla de tiempo escaso y temas en los que se debe actuar y que no parecen negociables no es precisamente algo que cuadre con la forma de hacer política en democracia. Un sistema que ha institucionalizado el debate público como forma de llegar a una verdad plausible y que se estructura en formato de mayorías y minorías en oposición permanente.
Si miramos hacia atrás, la política en la segunda mitad del siglo XX muestra una mayor capacidad para proyectar el futuro. La idea de reconstrucción tras los periodos de guerra era transversalmente compartida. La Guerra Fría generaba cohesión y el programa surgido del Informe Beveridge establecía con claridad los fundamentos de un crecimiento socialmente compartido. Los inicios de la construcción europea permitían trazar un camino de colaboración que incorporaba las distintas familias políticas, articuladas en torno a un sistema democrático que garantizaba la pluralidad y la alternancia en un marco ampliamente compartido.
En contraste, la política actual se enfrenta a situaciones de incertidumbre extrema desde posiciones ideológicas mucho más ambiguas y contradictorias, que propician el surgimiento de propuestas políticas muy volátiles, poco fundamentadas, pero con capacidad de conectar con las emociones y miedos que provoca el cambio de época en el que transitamos aceleradamente. La nueva estructura comunicativa, sin necesidad de intermediación, obliga a la simplificación, lo que contrasta con la complejidad y la necesidad de matizar que caracteriza el debate institucional de democracias avanzadas. Unos arriesgan sin problemas con lenguaje directo y cargado de emociones, otros se han forjado en la cautela y la construcción de consensos. La comunicación simple acerca unos a cualquiera, mientras que la complejidad y el matiz aleja y convierte en élites a los otros.
¿Puede la democracia ofrecer esperanza en ese escenario de simplificaciones, urgencias y amenazas? Lo cierto es que la democracia funciona bien sobre la base de la continuidad. Es decir, sobre la hipótesis de que hay tiempo para ir avanzando. Que, si no se ha podido hacer esta vez, se podrá hacer más adelante. El problema surge cuando todo apunta a que, para ciertos temas, las urgencias son evidentes. En estos momentos en que unos se apuntan a decir la verdad sobre lo que nos espera si no actuamos, mientras los otros cuentan mentiras y prometen lo inalcanzable, conviene generar esperanza con propuestas creíbles y con mayor implicación social y ciudadana en el empeño.
Si queremos responder a los retos civilizatorios que tenemos planteados no basta con blindarnos en nuestras verdades frente a la demagogia y la mentira. Necesitamos combinar la mejor ciencia, la mejor y más abierta tecnología con la construcción de deseos y, esperanzas y verdades compartidas en el escenario social y ciudadano. Reconstruyendo un sistema de valores compartido más allá de las fronteras de cada país. Y la tecnología nos puede ayudar a ello. Pero es necesario democratizar sus fundamentos, su infraestructura y su acceso.
Defender lo público como expresión colectiva exige su concreción también en la esfera digital. Y en eso vamos mal. La tecnología no es neutral, como podemos comprobar cada día que pasa. Lo que pretende la labor disruptiva y rompedora de las instituciones que se practica desde las nuevas coordenadas tecno-oligárquicas y ultraconservadoras, es desorganizar la esfera pública para manipularla más fácilmente. La democracia necesita un sentido de futuro, de esperanza compartido, y ello solo es posible reforzando y ampliando lo público más allá de lo institucional.
La tecnología aliena y aísla, pero también puede articular y conectar. La esperanza no se recuperará desde parámetros de añoranza, sino desde la articulación de nuevas posibilidades. Recuperar una idea de lo público que no se agote en lo institucional, ni en esos momentos, muy específicos y alejados en el tiempo que son las elecciones, en que parece concretarse que la ciudadanía cuenta. Salir del callejón sin salida al que nos lleva el colapso por un lado y el negacionismo por otro, exige construir un sentido vital distinto del que tenemos marcado por defecto. Recuperando deseos y esperanzas, desde el protagonismo ciudadano.
5