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Transparencias

Las transparencias del diseñador Tadashi Shoji en un desfile de Nueva York

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Pudiera ser que la señora tuviera pronto una comida con varios matrimonios amigos y que tú acudas de tanto en tanto a unos grandes almacenes pese a detestarlos. Pudiera ser que a veces también tú te compres cosas y que estuvieras por allí deambulando, recorriendo los mismos pasillos amarillentos a la búsqueda de algo que te sirviera para varias celebraciones de cincuenta años que tienes en los próximos meses. Quizás, quién sabe, la mayoría serán fiestas sorpresa, orquestadas con cariño para desactivar ese chascarrillo omnipresente, ese darle la vuelta al jamón, ese no estamos tan mal después de todo.

Quizás ese día buscaras un trapo que no fuera ni corto ni largo ni serio ni demasiado festivo. Que huyeras de la planta de señoras hacia la de jovencitas y de nuevo volviera esa sensación de tener los límites desenfocados, esa indefinición y no pertenencia al grupo ni a nadie, ese ser demasiado de una cosa y poquísimo de otra o viceversa.

Quizás, en medio de la niebla mental, te estuvieras recreando en esa diatriba cuando la viste allí a lo lejos con la mirada desdibujada, y esa señora con sus pieles, su perfume y su soledad pintada del mismo azul que los párpados se acercara a la percha en la que tú husmeabas. Y también, quizás, pudiera haber ocurrido que la dependienta, que apenas te dedicó una mirada veloz a tus trenzas y vaqueros rotos, volara hacia la recién llegada, solícita en exceso, y la señora se abriera su abrigo de piel, supongamos que por el calor.

Es posible, quién lo sabe, que susurrara un “¿Puedo ayudarla?” y que el cuerpo de la señora bajo el abrigo se estremeciera ante un pensamiento inconcluso como muchos de los que a veces desechaba cuando la realidad le sugería que sí, que efectivamente, a veces, pudiera ser que necesitara ayuda. Es también posible que ella respondiera un tímido “Gracias. Buscaba una blusa elegante para una cena” y le mostrara entonces una camisa blanca y sobria, moviéndola como una bandera y haciendo que el vientecillo te hiciera llegar su perfume, mientras decía: Esta es mona ¿verdad?, a lo que la dependienta respondiera con una sonrisa y algo de prisa que monísima, que muy elegante, que va a estar usted espectacular.

Puede ser que el señor deteste las transparencias porque en realidad tema ver a través del cuerpo de su esposa y, sobre todo, tema verse aquella noche en la que él quiso y ella no, pero no importó, en la que le dijo a su esposa dónde vas sola

Puede que la señora parezca ahora más alta. Que haya desplegado los hombros en la gran alegría del beneplácito ajeno. Puede que tú acaricies otras blusas y faldas, aunque las pocas ganas de comprar algo –si es que alguna vez las hubo— para ese otro lado del jamón del que todos hablan se hayan desvanecido por completo. Continúas buscando algo que no sea ni largo ni corto ni serio ni demasiado jovial, pero quizás entonces pienses en ti misma y sepas que no, que no existe, y que en el fondo, resulta mucho más tentador observar a otras comprar.

También pudiera estar ocurriendo a unos metros de distancia —caes ahora en la cuenta— que un señor con bastón observara la escena. Que fuera una percha más, inmóvil, hierático y tranquilo, hasta vislumbrar algo en esa blusa mona que lo ha zarandeado y le ha hecho abrir los ojos. Pudiera ser que a lo lejos susurrara: Es demasiado transparente. Y que avanzara unos pasos, insistiendo –Demasiado transparente–. Que ella no se enterara, no puede enterarse porque la señora de las pieles y párpados azulados y la dependienta solícita han entablado una conversación sobre las múltiples posibilidades de combinación de la camisa. Es probable entonces que el caballero se sienta ninguneado. Que sujete el bastón con fuerza y golpee el suelo. Toc, toc. Dos golpecitos de ira contenida. Que tú lo veas. Que el bastón levante la polvareda del no en un ceremonial de autoridad que ambos conocen. Y es probable, muy probable en realidad, que a ella le venga el recuerdo de cuando quiso abrir una cuenta en la sucursal bancaria y no pudo, o cuando quiso seguir trabajando y no pudo, o cuando no quiso ser madre y no pudo, o cuando su madre le insistía que con ese carácter se iba a quedar para vestir santos y no pudo; todos aquellos pensamientos como un molesto zumbido en los oídos mientras, puede ser, él acelere el paso y se acerque –toc, toc– y repita: Demasiado transparente.

Puede que incluso al sentirse ninguneado, cogiera a su señora del brazo con un Que no, que no, que eso es demasiado transparente y se la llevara de allí con una determinación que asuste, quién lo hubiera dicho, quién hubiera apostado por semejante fuerza en la recámara. Y entonces, la señora se despidiera de la chica con una caída lenta de párpados primero, con una mirada al cielo después y un murmullo en los labios, mientras tú sientes ganas de decirle que el cielo no va a ayudarla y que sus ojos, pudiera ser, te parecen ahora incluso de un azul más intenso.

Quizás para muchos la transparencia sea ese ver a través de los objetos para que la realidad se nos muestre, y quizás, para unos pocos, sea un peligro viviente. Los objetos hablan, escribió el poeta Agustín García Calvo, y aunque lo hagan todo el tiempo, pudiera ser que a unos les muestre más que a otros. Puede ser que el señor deteste las transparencias porque en realidad tema ver a través del cuerpo de su esposa y, sobre todo, tema verse aquella noche en la que él quiso y ella no, pero no importó, en la que le dijo a su esposa dónde vas sola o en el momento en que decidió cuántos hijos tener porque a ella se le pasaba el arroz.

Pudiera ser, sí, como también podría no ser, que el problema no provenga de nuestros pechos, nuestras caderas, esa falda corta o el escote pronunciado y que en el fondo el exceso de las mujeres sea precisamente ser mujer

Pudiera darse el caso de que la señora tuviera un nieto, pongamos que de dieciocho años, que hace un par de semanas y apoltronado en el asiento de atrás del coche de su hermano, le sugiriera a su novia con la manita sobre la rodilla que mejor haría quitándose la minifalda que vestía, que no era apropiada para aquella primera comida con sus padres: Esta minifalda es demasiado corta. Cámbiate. Probablemente también el nieto de la señora sea uno de los reflejados en las últimas encuestas del CIS en las que más del 50% de chicos entre 16 y 24 años sostiene la idea de que existe una discriminación hacia los hombres. 

Pudiera ser también que nadie, ningún hombre, te haya dictado jamás cómo vestirte; que nunca te impusiera su forma de hacer las cosas; que ningún colega te llamara a un acto para ser una mujer florero y tu pelo, tu cuerpo o tu sonrisa fueran únicamente una flor recién cortada. Pudiera ser que ningún director de Recursos Humanos te hubiera preguntado jamás qué piensa tu pareja sobre aceptar el trabajo y mudarte a Marbella o a Madrid; que cuándo pensabas tener hijos o casarte; que cuánto tiempo invertías en arreglarte para ir a la oficina. Que no hayas tocado el techo de cristal, ni hayas cobrado menos que tus compañeros trabajando más que ellos, o mejor que ellos o igual que ellos. Es también plausible la idea de que tu hija no haya sentido nunca miedo al volver sola de noche y un tipo nunca se haya masturbado cerca de ti en el autobús. Probablemente, ningún chico te haya llamado guarra por dejarte tocar un pecho, estrecha por no permitirlo, frígida por decir que no.

Pudiera ser que a estas alturas todo el mundo lo intuya: no es lo mismo un mono que una mona: un loco que una loca: un gordo que una gorda: un zorro que una zorra.

Es probable que no encontraras nada que no fuera ni demasiado corto ni largo ni serio ni demasiado festivo y que entonces, de pronto, vieras una camisa de encajes negra, transparente, transparentísima y no hayas podido resistirte. Y que cada vez que te la pongas te acuerdes de todos esos señores con bastón que encierran a sus mujeres entre paréntesis y les dictan cómo vestirse.

Pudiera ser, sí, como también podría no ser, todo el mundo lo sabe, que el problema no provenga de nuestros pechos, nuestras caderas, esa falda corta o el escote pronunciado y que en el fondo el exceso de las mujeres sea precisamente ser mujer, y que por todo eso no haga falta transparencias que pongan en evidencia esa probabilidad ni celebrar un 8M para recordarlo. Pudiera ser que me hubiera inventado todo lo escrito en esta columna y que ni el señor ni el muchacho ni la señora existieran. Aunque lo cierto es que también es probable que las calles estén llenas de señores y muchachos como ellos, es posible, sí, y que por eso yo salga todos los 8M. O no. Quién lo sabe.

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