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CV Opinión cintillo

Musk, Zuck y Trump os harán libres

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Solo un mes después de su toma de posesión en 2017, The Washington Post hizo recuento de las falsedades que habían salido de la boca de Trump en conferencias de prensa al uso o a través de su cuenta de Twitter. El resultado era abrumador ya entonces: cuatro al día. El periódico siguió registrándolas puntualmente en una especie de contador en tiempo real, el Fact Checker’s Ongoing Database. Al año de mandato, en enero de 2018, indicaba 2.140: casi seis diarias. Al final de su mandato, en enero de 2021, los datos arrojaban más de veinte diarias, algo más de 30.000 en total. El periódico clasificaba cada una en una horquilla de uno a cuatro “pinochos” dependiendo del tamaño de la trola y mostraba la información, oficial habitualmente, que demostraba que eran falsas. La reacción no se hizo esperar y menudearon los ataques de Trump contra esa prensa “deshonesta” y “enemiga de América”.

Fue tan virulenta la ofensiva contra la prensa crítica (YOU are FAKE NEWS!, decía Trump airado en su cuenta de Twitter) que el Post decidió insertar un lema nuevo en su cabecera en febrero de 2017: Democracy Dies in Darkness. Parece que el periódico, propiedad de Jeff Bezos, acaba de modificar internamente ese lema, aunque no se ha hecho público en la cabecera. Ahora los empleados ven en las instalaciones uno que dice “Riveting Storytelling for All of America”, es decir, historias cautivadoras para todos los americanos. El giro en la misión parece dar por muerta a la democracia y animar a entrar con el periódico en la oscuridad de un parque de atracciones que nada tienen que ver con la vida real. Pero del Post se espera otra cosa. Vean si no Todos los hombres del presidente (Alan Pakula, 1976) o Los archivos del Pentágono (The Post, Steven Spielberg, 2017).

Menos mal que, de momento, el Post sigue chequeando, no sabemos por cuánto tiempo, las trolas presidenciales. La última que ha desmentido, que será ya la antepenúltima a la lectura de estas líneas, dice que estaba prevista -y él ha impedido- la donación de 50 millones de dólares a Gaza para compra de preservativos, látex que sería reciclado por Hamas para fabricar bombas contra Israel. Bien, 50 millones dan para comprar cientos de millones de preservativos, para una población de Gaza de dos millones de habitantes, lo cual sin duda sobrevalora la capacidad amatoria de los gazatíes, y más en su circunstancia. Pero no importa, ahí está el excedente para otros usos. Parece que el dato no mata al relato, sino más bien al revés. O al menos el relato retuerce el cuello al dato hasta hacerle confesar.

En noviembre de 2016, en plena campaña electoral, Twitter canceló cuentas de muchos líderes de extrema derecha norteamericanos, apelando a políticas de la red sobre bloqueo de discursos del odio que ponen en la diana a personas en razón de su raza, origen, género, orientación sexual, creencias religiosas, etc. Richard Spencer, líder de una de esas agrupaciones de corte supremacista y neonazi (el National Policy Institute) afirmó en Los Angeles Times que eso era una violación de la libertad de expresión, y se preguntó si Twitter iba a expulsar de la red también a Trump. Twitter expulsó a Trump el 6 de enero de 2021, después de que a través de su cuenta @realdonaldtrump incitara a sus seguidores a marchar sobre el Capitolio para impedir la proclamación de su rival. “Be there, will be wild”, dijo, para calentar el ambiente. La cuenta tenía en ese momento noventa millones de seguidores. 

Bien, Musk ha desinvertido en X todos los esfuerzos puestos por la antigua Twitter en monitorizar y verificar la información potencialmente dañina, por infundada o por incitar al odio, y en junio de 2023 decidió revocar los acuerdos que había firmado con la Unión Europea, el Código reforzado de buenas prácticas contra la desinformación. Ya no hay avisos de “disputed” o “non verified”, ahora funciona una demagógica homeostasis que se llama “Notas de la comunidad”. Musk presume de ser un paladín de la libertad de expresión y de información: asegura que ha liberado de su jaula al pájaro de Twitter. Pero lo cierto es que ha alentado desde su red falsedades de todo tipo: desde la teoría de que los judíos, con George Soros a la cabeza, estarían abogando en secreto a favor del Gran Reemplazo, hasta la noticia falsa de que el asesino triple de las niñas de Southport, en Inglaterra, era un inmigrante ilegal, por no hablar de resucitar el delirante Pizzagate.

En octubre de 2019 el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, dio una conferencia en la Universidad de Georgetown, en Washington. En ella recordaba cómo cuando imaginó Facebook en 2004, EE.UU. estaba en guerra con Irak, y un gran malestar y desconfianza reinaban en el país. Entonces pensó que una herramienta que pusiera en contacto a la gente para compartir ideas, experiencias y emociones ayudaría, y que “dar voz a todos y cada uno empodera a los desposeídos y propulsa a la sociedad a ser mejor con el tiempo”. Luego entroncó esa doble vocación de su empresa -dar voz a los sin voz y crear una sociedad más inclusiva mediante el simple acto de compartir- con una larga tradición de su país, la que puso la libertad de expresión en la Primera Enmienda de su Constitución y fue oponiéndose tenazmente a los intentos de limitarla, la que guio la lucha por los derechos civiles, y todo ello hasta llegar a la relevancia a día de hoy de movimientos como el #MeToo y el #BlackLivesMatter, de los que las redes sociales son extraordinarios amplificadores. Entonces se mostraba preocupado por lo que los libertinos -digamos, los falsarios y los trols- podrían hacer con una libertad de expresión irrestricta y con una audiencia potencial de tres mil millones de usuarios -como se demostró con el caso Cambridge Analytica que salpicó a su empresa-, y exponía las medidas que había tomado para detectar y bloquear tanto los bulos como las expresiones de odio.

Bien, a día de hoy Zuckerberg ha tomado partido por esos libertinos, que ahora se envuelven en la bandera de libertarios -o “libertarianos”, como dice Santiago Alba Rico. Ya no está preocupado por los bulos que puede contener y amplificar su red: según él, la mayoría de la gente no quiere vivir en un mundo en el que solo puedes colgar posts de noticias contrastadas al cien por cien (nunca ha sido así), y le parece que los expertos están tan sesgados como cualquiera, así que por qué deberíamos fiarnos más de ellos: “más discurso equivale a menos errores”. De nuevo la receta son las “notas de la comunidad” (Zuck sigue los pasos de Musk), como si esa comunidad fuera la del Anillo, de bondadosos y altruistas hobbits, y él un majestuoso elfo.

Rechacemos la falsa disyuntiva de elegir entre el bando de los libertari(an)os y el de los censores/canceladores: la libertad de expresión nunca ha sido irrestricta, como ahora parece que nos quieren hacer creer, y vinieron los aguafiestas woke a estropearla. Tampoco es cierto el nuevo paraíso del free speech: ¿o es que los amos de los algoritmos no ejercen una función editorial oligopólica y sesgada? En cambio, sí hemos de enfrentar una circunstancia nueva: que la libertad de expresión ha entrado en conflicto inédito con la libertad de información (veraz, dice nuestra Constitución), siendo sus titulares -en todos los sentidos: de derecho y periodísticos- los mismos de facto. No se pueden dar noticias falsas o insultar impunemente en la esfera pública y, cuando te lo recuerdan, entonces apelar a la libertad de expresión.

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