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Del insulto al desmantelamiento del Estado

Imagen del CEO de Ryanair, Michael O'Leary.
25 de febrero de 2025 22:29 h

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Hace unas semanas el presidente de la aerolínea Ryanair, Michael O’Leary, saltó a los titulares por insultar al ministro de Derechos Sociales y Consumo, Pablo Bustinduy. Las formas fueron absolutamente impropias de una democracia, la cual en teoría debería vehicular el disenso a través de maneras más refinadas. Quizás hace tanto tiempo que se traspasó esa línea que nos hemos olvidado de un pilar fundamental de las democracias: el respeto absoluto a las personas y la crítica, tan contundente como sea necesaria, a sus ideas. Por eso hizo bien Bustinduy en no entrar a la provocación.

Recordemos que el CEO sacó a relucir una fotografía del ministro vestido de payaso, y aprovechó el momento para iniciar una campaña de promoción inspirada en la caricatura. Su supuesta indignación no radicaba en una arbitrariedad del gobierno, sino en que el ministro había sancionado justamente a Ryanair por incumplir la ley. En el fondo, el empresario protestaba contra la existencia misma de una norma que su compañía debía acatar. 

Más allá de la discutible argumentación económica que ofreció O’Leary, puede sorprender que un líder empresarial haya tenido la convicción de que era buena idea aparecer ante la opinión pública como alguien que se opone al cumplimiento de la ley -de una que además protege a los consumidores-. Pero, en realidad, es una actitud que casa perfectamente con los tiempos que vivimos. 

Hace unos días, el presidente de Estados Unidos remarcó con rotundidad en una rueda de prensa que la ley federal era él mismo. En esa línea, el nuevo gobierno estadounidense lleva semanas cuestionando la separación de poderes y amenazando a los gobernadores estatales y a los jueces que bloquean o vetan algunas de sus iniciativas presidenciales. El mensaje de fondo que trasladan es claro: la voluntad del pueblo estadounidense se encarna en las acciones y deseos del presidente. Y el plan de Trump no es otro que llevar a puerto el sueño ultraliberal que se caracteriza por bajos o nulos impuestos, escasa administración pública y desregulación financiera y administrativa para las empresas nacionales. 

Desgraciadamente, Trump no es una anomalía, sino una manifestación de los tiempos que corren. El neoliberalismo impulsó ese mismo proyecto durante décadas, hasta que colapsó en la crisis financiera de 2008 y la pandemia. Pero su legado más persistente es una subcultura que cree que el problema fue que el neoliberalismo no llegó lo suficientemente lejos. En el mundo crypto—opaco, especulativo y dominado por hombres—se encuentra su versión más pura: la creencia de que cualquiera puede hacerse rico si es lo bastante listo, la veneración de la ley de la selva, el desprecio a lo público y una peligrosa cercanía al darwinismo social.

Así, de las ruinas del neoliberalismo nace no su opuesto sino su versión más gamberra y descarnada, incapaz de reconocer los errores de su matriz ideológica y, por el contrario, empeñada en llevar hasta las últimas consecuencias las posiciones maximalistas. Por si fuera poco, la actual versión ultraliberal va de la mano de un discurso xenófobo que ha posibilitado la contradictoria alianza que hemos visto hace unos días en la cumbre reaccionaria a la que fue invitada la ultraderecha española.

Esta visión infantilizada del mercado como una “mano invisible” que todo lo ordena ha calado profundamente en el imaginario colectivo, promoviendo un desprecio sistemático por la autoridad pública. La mayoría de estas ideas y valores han ido germinando durante las últimas décadas a partir de las teorías más radicales y menos fundamentadas de Hayek y otros economistas ultraliberales. El resultado es que muchos de estos seguidores creen erróneamente -pero de manera firme- que el mercado es una institución que precede a la democracia y a las distintas formas de organización social. El corolario es evidente: la democracia es un estorbo.

Es en ese punto donde convergen las actitudes de Musk, Trump, Milei o de O’Leary. Aquellos líderes fueron en algún momento tildados de “extravagantes”, pero al menos los tres primeros han conseguido conectar con ese espíritu de época que les ha convertido en mainstream. Han conectado con mucha gente corriente que, en estos momentos, encuentra ven al Estado como uno de los responsables de sus problemas. Así, este gamberrismo anti-Estado y sus arrebatos antidemocráticos no son excentricidades, sino expresiones coherentes de una visión política que se está consolidando. Y esto está sucediendo probablemente porque coincide en el tiempo con otras crisis y ansiedades sociales, lo que crea un caldo de cultivo adecuado para la proliferación de estos discursos. Con todo, es importante recordar que no se parte de cero, y que la semilla ya estaba ahí en versiones más moderadas. Lo que tenemos ahora ante nosotros es su versión más descarnada. Por decirlo de un modo gráfico: en gran medida Santiago Abascal hablando en 2025 de ‘inmigrantes terroristas’ y de ‘infierno fiscal’ es la versión pura y grosera de Albert Rivera hablando en 2018 de la valla de Melilla y de las bajadas de impuestos.

En definitiva, estamos no ante el retorno de las viejas recetas neoliberales, sino ante su mutación en una forma aún más agresiva y desinhibida, donde la ley, la democracia y el bien común son obstáculos que deben ser arrasados en nombre de la rentabilidad y el poder corporativo. Lo que antes se imponía con tecnocracia ahora se celebra con provocación, y lo que antes se disfrazaba de moderación ahora se exhibe sin complejos. En este mundo de caricaturas, el Estado es el enemigo, la regulación es tiranía y la riqueza es virtud moral. Lo que O’Leary, Trump, Milei y Musk encarnan no es una anécdota ni una excentricidad: es la cristalización de una ofensiva política que busca imponer, de una vez por todas, la supremacía del mercado sobre la sociedad.

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