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¿Desde cuándo la aguja y el dedal son compatibles con el feminismo? La historia de las manos invisibles de la moda

Purificación y Josefa Herrero con sus compañeras de sastrería en el taller de Balenciaga en Madrid, en 1949.

Paloma Martínez Varela

15 de marzo de 2025 21:55 h

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“Jueves, antes de almorzar, una niña fue a jugar, pero no pudo jugar porque tenía que coser”, cantaban Los Payasos de la Tele. Y cuando no era coser, era limpiar, guisar, rezar o cualquier otra tarea en la que el patriarcado decidiera arrinconar a las mujeres. 

Si a principios del siglo XX Virginia Woolf o Emilia Pardo Bazán hablaban de matar al ‘ángel del hogar’, años más tarde, en la España de la dictadura, ninguna niña se libraba de crecer bajo la sombra del ideal de la perfecta esposa ama de casa, impuesto por la Sección Femenina de la Falange. La costura, que las niñas aprendían de manera familiar o en la asignatura de Hogar de la enseñanza segregada, se convertía en una ocupación recurrente para ganarse el sustento fuera de casa en entornos humildes de la España de la posguerra.

“Mi abuela y sus hermanas empezaron a coser muy jovencitas en casa, arreglaban trajes militares, de intendencia, y poco después de la Guerra Civil entraron a trabajar en el taller de Balenciaga, con 17 o 18 años. No fueron a la escuela, las pilló la guerra en plena adolescencia”, cuenta María José Contreras, nieta de Josefa Herrero (1921), que lleva a cabo un proyecto personal de investigación sobre el trabajo de cinco mujeres de su familia en Eisa, el taller del modisto en Madrid, uno de los muchos talleres de costura que se podían encontrar entonces en la ciudad. 

Nunca tuvieron ni siquiera la posibilidad de permitirse soñar con qué les gustaría ser

“Eran tan pobres que realmente nunca tuvieron ni siquiera la posibilidad de permitirse soñar con qué les gustaría ser. Después de haber vivido la guerra y haber tenido que dejar su casa, se ven trabajando en un taller y teniendo una vida de cierta libertad y, claro, no se paran a pensar en otras posibilidades”, reflexiona Contreras. “No es que tuvieran la ambición de decir ‘yo quiero ser costurera en un taller’, se fueron metiendo por necesidad y después había unas que lo disfrutaban más que otras”.

Tanto Josefa como su hermana Purificación (1930) trabajaron en el área de sastrería del taller hasta la década de los 50, cuando se casaron. Como era tradición en Eisa, ambas pudieron elegir un traje de la colección como regalo de boda. El oficio siempre formaría parte de su personalidad, tanto por la importancia que le daban al vestir como por su autoexigencia. “Contaban muchas historias de estar trabajando días en una pieza y que por la mañana estuviera completamente deshecha porque los cuadritos no casaban; todo tenía que estar perfecto. Pero había mucha camaradería y era un ambiente muy feliz”, cuenta María José Contreras. “Para ellas haber trabajado allí era algo que las definía, parte de su identidad”. 

“El noble gremio de costureras,

permite sólo niñas solteras,

que se reúnen una semana

en la vivienda de cada hermana

para que puedan, al trabajar...

coser y cantar, coser y cantar“

Coro de la zarzuela El barberillo de Lavapiés, recogido en la exposición En Madrid, una historia de la moda.

Purificación Herrero ganó en una ocasión el certamen Rosa de Madrid o reina de las modistillas, donde las modistas desfilaban con sus propios diseños el día de Santa Lucía, su patrona, como recoge la exposición En Madrid. Una historia de moda, comisariada por Esperanza García Claver en 2022, que puso la lupa sobre las numerosas modistas que trabajaron en Madrid entre 1940 y 1970 para rescatar su memoria. “Ella quería ser maniquí y el traje lo hicieron entre las compañeras la noche anterior en el taller, tenía bastante mérito porque se presentaban bastantes trajes. Mi abuela siempre decía con orgullo ‘mi hermana fue Rosa de Madrid”, rememora Contreras.

“Ellas siempre se sintieron muy bien tratadas, a pesar de que tenían condiciones muy estrictas de fichaje y no era una profesión bien pagada. Vivían en Pan Bendito y cogían el autobús hasta la Puerta del Sol, pero si el autobús no llegaba se iban caminando, para ellas era supernormal”, relata. “El trabajo, y el propio Balenciaga, estaban tan tremendamente idealizados que cuando a la hora de cobrar la jubilación se encontraron con que no habían sido declarados todos los años que habían trabajado, siempre encontraban la forma de justificarlo, decían ‘de esto seguro que él no sabía nada'”.

“Históricamente, han sido las clases bajas las que han cosido, y muchas mujeres han sacado adelante a su familia cosiendo, tanto para grandes marcas como desde sus propias casas. Además, siempre se ha separado entre las ideas y la ejecución: las ideas son de hombres y la ejecución de esas ideas es femenina. Ha sido así durante toda la historia de la moda del siglo XX. Muchos de los diseñadores venían del interiorismo o la arquitectura y hasta los 60 no había escuelas de diseño mixtas”, explica Leticia García, periodista de moda y autora del libro Batallón de modistillas: las mujeres olvidadas que construyeron la moda (Carpe Noctem, 2022).

“El de las mujeres es un trabajo invisible. Es curioso que en la moda, que es una industria que vive de vestir a las mujeres, también pase. Nos ha costado siglo y medio darnos cuenta de que, salvo Coco Chanel y honrosas excepciones, sobre todo de los años 20 del siglo pasado, es llamativo que siempre sean tíos los que decidan qué se va a poner una mujer”, señala la periodista. 

Purificación Herrero volvió a la costura de manera profesional al enviudar pocos años después de contraer matrimonio. “Tuvo que sacar adelante a su hija y montó un taller en casa en el que llegó a tener varias empleadas. Había muchas clientas de alto standing que iban a talleres de antiguas trabajadoras de Balenciaga porque la mano de obra era la misma y se hacían con copias de patrones del modisto por una fracción del precio original”, apunta Contreras. 

El de las mujeres es un trabajo invisible. Es curioso que en la moda, que es una industria que vive de vestir a las mujeres, también pase

Coser ha sido para muchas mujeres el reflejo de la propia dualidad de sus vidas, una tarea casi forzosa en la que encontrar su propia libertad e independencia. Si el mundo de la moda evoca un imaginario colectivo de modelos de portadas de revista, lujo y grandes creadores, la realidad de la costura es la de todas las mujeres cuyos nombres no firmaban etiquetas, pero que tejieron la profesión en fábricas, talleres, casas ajenas o propias y vistieron con su habilidad a sus familias y a toda una sociedad.

“Aquí era lo que había: o coser o trabajar en el campo”

“Mi madre quería estudiar para maestra, lo repitió toda la vida. Tuvo una tristeza muy grande por haber tenido que dejar la escuela para ayudar en casa cuando no tendría ni diez años. A ella le encantaba aprender, e incluso la maestra habló con su padre para intentar convencerlo, pero era la mayor de cinco hermanos y él decía que si no podía pagar los estudios a todos no iba a hacer diferencias, así que no podía estudiar nadie”, recuerda Ana Varela sobre su madre, María Varela (1934), que con 14 años tuvo su primera máquina de coser. 

“Papá quería que todos los hijos aprendiéramos un oficio y a las niñas nos compró una máquina de coser a cada una”, señala su tía Oliva Varela (1941), hermana de María, sentada a la misma mesa con Esther García (1937), quien le enseñó a coser. “Aquí era lo que había: o coser o trabajar en el campo, y mientras cosías no te mojabas ni te manchabas, era más recogido”, comenta García. 

“Dios lle pague á miña nai

por me facer costureira

cae a chuvia e non me mollo

cae o sol e non me queima“

Copla popular recogida en el cancionero del municipio gallego de Monfero, recopilado por el CPI Virxe da Cela.

Tanto María como su hermana Oliva empezaron siendo aprendizas de costureras vecinas, como Esther, que las llevaban con ellas por las casas en las que trabajaban y les enseñaban a cambio de su ayuda. “Normalmente salíamos muy temprano, desayunábamos y comíamos en las casas, en unas con más suerte que en otras, y a veces volvíamos cuando ya era de noche, por caminos sin luz y con la máquina, que era nuestro motor de trabajo, en la cabeza”, recuerda Esther García, que se quedó huérfana de padre muy joven y tuvo que trabajar para ayudar en casa. En ocasiones caminaban más de dos horas con zuecos de madera portando la máquina, que rondaba los diez kilos.“Empecé a coser por siete pesetas al día”, recuerda García. “Cuando íbamos juntas ya le pagaban veinte pesetas y me daba a mí, que todavía estaba aprendiendo, cinco pesetas, era muy buena conmigo”, aclara Oliva Varela.

Cuando ya dominaban la técnica, comenzaban las clases de corte y confección en la ciudad más cercana –siempre que se pudieran alojar con algún familiar– allí aprendían patronaje y salían, ya modistas, con trabajo, normalmente para diferentes casas. “Una bata de diario, un pantalón de hombre, un sujetador, una sábana… Hacíamos de todo porque no había como ahora y las cosas tenían que durar. Además ahora ya no hay gente en las casas, pero antes había familias con seis, diez o doce hijos, las casas estaban llenas y hacía falta gente que ayudara”, analiza Esther García.

Todos los testimonios coinciden en que dejaban de trabajar fuera de casa cuando se casaban porque el hogar, la huerta, los animales y los cuidados demandaban demasiado. A veces además de los hijos también recaía sobre ellas atender a abuelos, padres, tíos o suegros. Como dice Esther, las casas estaban llenas. Entonces, la costura pasaba al plano meramente doméstico.

Ya en los 60, tanto María como Oliva fueron parte de los más de un millón de españoles que emigraron a Europa. En distinto año y en distintas ciudades, ambas hermanas retomaron su oficio al salir de Galicia y recalar en la República Francesa de Charles de Gaulle. “Mi marido trabajaba en una fábrica de juguetes y cuando le dijo al jefe que yo también quería trabajar, él le preguntó si sabía coser. ‘No hace otra cosa’, le contestó”, ríe Oliva al recordar la anécdota que la llevó a coser ositos de peluche. 

María entró a trabajar en una mueblería, pero en cuanto supieron que sabía coser pasó a formar parte del taller en el que confeccionaban colchas, cortinas y cortinones para embajadas y otros clientes selectos. “Ella ya había hecho las cortinas para su casa, pero allí aprendió las características específicas de los estilos Luis XIV o Luis XV, que era lo que trabajaban, se aprendió el vocabulario técnico y la tenían en muy alta estima”, recuerda su hija.

No eran hombres, pero pelearon su independencia económica y abrirse un hueco en el mercado laboral gracias a esa ocupación que estaba pensada para que permanecieran en el hogar. “Aun así, con lo buena profesional que era y lo que disfrutaba su trabajo, a mi madre siempre le quedó esa espina clavada y a mi hermana y a mí no nos quiso enseñar a coser, no nos dejaba ni acercarnos a la máquina”, se acuerda Ana Varela. Para muchas de las mujeres de esta generación, la mayor aportación en la lucha por la igualdad fue la educación de sus hijas.

“La invisibilidad tiene esa parte buena, que convierte un espacio en seguro”

“Desde que tengo uso de razón, cuando he ido de compras con mi madre, me enseñaba y me decía qué telas eran malas o qué prendas estaban mal. Yo no sé coser, pero sí me ha enseñado a tener ese ojo crítico de toda su trayectoria profesional”, explica Amaya Barriuso. Su madre, M. E. (1944) –que prefiere que no se publique su nombre–, de origen vasco, también empezó su carrera profesional en el taller de Balenciaga de Madrid, en su caso con 16 años y sin saber coser. “En el colegio solo les habían enseñado a hacer labores de vainica y ella entró en la sección de fantasía del taller, donde hacían los trajes de fiesta, así que tampoco le sirvió de mucho”.

M. E. no quería estudiar, así que sus padres le buscaron un trabajo con el que pudiera aportar a la economía familiar. Así, vivió la última etapa de la casa Balenciaga, de 1960 a su cierre en 1968. “Dice que había un gran ambiente de trabajo y echaban tantas horas que además de ser compañeras se hacían amigas, eran todas mujeres. Lo recuerda como una de las épocas más felices de su vida: tan jovencita, en plena Gran Vía, enfrente de Chicote, con el famoseo de aquella época, también participó en el vestido de Fabiola de Bélgica… Lo recuerda con muchísimo cariño”, cuenta su hija.

“La invisibilidad tiene esa parte buena, que convierte un espacio en seguro, en un lugar de compresión en el que crear lazos. Es el valor que tiene una red de apoyo entre mujeres”, valora la periodista Leticia García. “En torno a la modista se genera una especie de intimidad a lo largo del tiempo y por ella pasan muchas mujeres, a lo mejor todo un barrio”, reflexiona. Esa experiencia personalizada, que muchas veces incluía la escucha o incluso la amistad, iba implícita en el trabajo de las modistas.

El cierre del taller de Balenciaga supuso el fin de una era pero no fue una sorpresa para las trabajadoras, tanto por la edad del modisto como por los grandes cambios surgidos en el consumo de moda. El equipo pudo continuar trabajando prácticamente al completo en un taller de peletería. La madre de Amaya Barriuso también dejó el trabajo remunerado cuando se casó y tuvo a sus hijas.

“Realmente toda esa experiencia laboral le vino muy bien, porque después mis padres se divorciaron y tuvo que volver a trabajar. La costura fue una manera de poder ganarse la vida, y llevar el sello de Balenciaga le abrió puertas, aunque fuera haciendo arreglos en tienda”, considera Barriuso. 

“Para mí coser no tiene nada que ver con estar en casa y atender al hogar”

Carolina Patiño (1980) era consciente de todas las arcaicas connotaciones machistas que acarreaba el coser, cuando decidió dar un giro a su vida y dedicarse profesionalmente a esta actividad que le apasionaba desde adolescente. “Hice un módulo y después la carrera de Educación Social y un montón de formaciones, pero el trabajo me consumía bastante energía a nivel personal y con 25 años tuve un momento de crisis y me planteé qué quería hacer con mi vida: si esto no me llena y es muy duro para mí y lo que me encanta es la artesanía y el estar creando… Aposté por cambiar de rumbo. Me pedí una excedencia y no me dio tiempo ni a terminar el curso de patronaje, porque a los tres meses ya me salió trabajo como auxiliar de vestuario en la serie de televisión Águila Roja”, explica Patiño. “Creo que cuando alguien hace lo que le gusta, se nota y el trabajo y los proyectos llegan”.

Tras diez años dedicándose a vestir a personajes de ficción en todo tipo de horarios y localizaciones, decidió emprender su propio taller en el madrileño barrio de Malasaña, Divina Costura, donde imparte cursos de confección y patronaje. “En la formación no se nota tanto, pero si te dedicas a los arreglos es una profesión que no está bien pagada y yo considero que es porque es un sector muy feminizado”, opina Patiño. “Es algo artesano y muy laborioso que requiere controlar muchas disciplinas, hay muchas partes en el proceso de construir una prenda. Un electricista tiene que saber también de su profesión, pero cobra muchísimo más, incluso si tiene los conocimientos mínimos”, compara.  

En sus formaciones, Carolina Patiño es testigo de que esa brecha de género en la costura continúa vigente. “El 99% son mujeres, cada tres meses o así me viene un chico, normalmente gay. ¿Por qué? Imagino que por estereotipos y prejuicios, pensarán ‘cómo voy a coser yo'”, deduce. 

“Coser es un trabajo principalmente femenino porque vestir a la familia, arreglar las prendas, forma parte de los cuidados. Hasta hace cuatro días era lo más común”, aclara la periodista Leticia García. El trabajo invisible estaba reservado para ellas: hilanderas, cortadoras, bordadoras, tejedoras, encajeras, botoneras; para ellos, como sucede en otros ámbitos como el de la cocina, se presumía la parte creativa del diseño y, por supuesto, el reconocimiento. “Incluso el sastre siempre ha tenido un valor más teórico, asociado al rigor y a la precisión, un trabajo mucho más visible que el de una modista”, apunta García. 

“Todavía hoy en día las mujeres representan el 80% de la mano de obra de la industria textil. Las mismas jerarquías se reproducen actualmente en los países del sudeste asiático, de donde viene prácticamente toda la ropa. La historia se repite: el dueño de la fábrica suele ser hombre y la mano de obra, mujeres de clase baja”, subraya la autora de Batallón de Modistillas. Su trabajo sigue siendo invisible y, con frecuencia, ni siquiera cuentan con derechos laborales o condiciones de seguridad mínimas.

No es lo mismo que te lo impongan en el colegio para ser una mujer de tu casa, que coser para tu propia satisfacción, por supuesto, yo me lo gozo

Para Patiño, con una carrera desarrollada en el siglo XXI y a este lado del mundo, la costura ya no representa aquello que fue para generaciones anteriores. “En la época de mi abuela era una actividad muy machista, la mujer tenía que estar por y para la familia y atender el hogar. Luego, la generación de mi madre se rebeló contra esa idea, ya no se dedicaban a esas labores y eran más mujeres las que trabajaban fuera de casa, con su independencia económica”, analiza.

“¿Qué pasa en nuestra época? Ya no tenemos ese cliché. Para mí coser no tiene nada que ver con estar en casa y atender al hogar, es una forma de expresión, un hobby, una habilidad, que yo transformé en mi profesión”, sentencia. “No es lo mismo que te lo impongan en el colegio para ser una mujer de tu casa, que coser para tu propia satisfacción, por supuesto, yo me lo gozo”, asegura Patiño. 

En 2019 se hicieron virales las declaraciones de una diputada de Vox en la Asamblea de Madrid que definía el feminismo como un “cáncer” y defendía que “empodera más coser un botón”. La política pedía cambiar feminismo por costura en los colegios, incurriendo en el error de asumir como antagónicos ambos mundos. 

El feminismo, transversal a todos los ámbitos de la vida, trata de resignificar también la aguja y el dedal, como lo hace con los cuidados, sin caer en la romantización, a través de la libertad de elección. Si en palabras de la Guía de la buena esposa o de la diputada de Vox son un arma arrojadiza del machismo, en las manos de muchas mujeres han funcionado como una herramienta emancipadora o meramente lúdica. Por eso ni Carolina Patiño, ni ninguna niña del siglo XXI, tiene que correr en dirección contraria a las generaciones anteriores, sino entender lo que supuso para ellas la falta de libertad en ciertos aspectos para abrazar la suya propia.

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